DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Al comienzo de mi visita en Irlanda, agradezco la invitación para dirigirme a esta distinguida Asamblea, que representa la vida civil,
cultural y religiosa del país, junto al Cuerpo diplomático y a
los demás asistentes.
Doy
las gracias por la acogida amistosa que me ha dispensado el Presidente de
Irlanda y que refleja la tradición de cordial hospitalidad por la que los
irlandeses son conocidos
en todo el mundo. Valoro además la presencia de una delegación de Irlanda del
Norte.
Como sabéis, la razón de mi visita es la participación en el
Encuentro Mundial de las Familias, que se realiza este año en Dublín.
La Iglesia es efectivamente una familia de familias, y siente la
necesidad de ayudar a las familias en sus esfuerzos para responder fielmente
y con alegría a la vocación que Dios les ha dado en la sociedad.
Este Encuentro es una oportunidad para las familias, no solo
para que reafirmen su compromiso de fidelidad amorosa,
de ayuda mutua y de respeto sagrado por el don divino de la vida
en todas sus formas, sino también para que testimonien el papel único que ha
tenido l
a familia en la educación de sus miembros y en el desarrollo de
un sano y próspero tejido social.
Me
gusta considerar el Encuentro Mundial de las Familias como un testimonio
profético del rico patrimonio de valores éticos y espirituales,
que cada generación tiene
la tarea de custodiar y proteger.
No hace falta ser profetas para darse cuenta de las dificultades
que las familias tienen que afrontar en la sociedad actual, que evoluciona
rápidamente,
o para preocuparse de los efectos que la quiebra del matrimonio
y la vida familiar comportarán, inevitablemente y en todos los niveles, en el
futuro de
nuestras comunidades.
La
familia es el aglutinante de la sociedad; su bien no puede ser dado por supuesto,
sino que debe ser promovido y custodiado con todos los medios oportunos.
Es
en la familia donde cada uno de nosotros ha dado los primeros pasos en la vida.
Allí hemos aprendido a convivir en armonía, a controlar nuestros instintos
egoístas, a reconciliar las diferencias y sobre todo a discernir y buscar
aquellos valores que dan un auténtico sentido y plenitud a la vida.
Si
hablamos del mundo entero como de una única familia, es porque justamente
reconocemos los nexos de la humanidad que nos unen e intuimos la llamada a la
unidad y a la solidaridad, especialmente con respecto a los hermanos y hermanas
más débiles.
Sin
embargo, nos sentimos a menudo impotentes ante el mal persistente del odio
racial y étnico, ante los conflictos y violencias intrincadas,
ante el desprecio por la dignidad humana y los derechos humanos
fundamentales y ante la diferencia cada vez mayor entre ricos y pobres.
Cuánto
necesitamos recobrar, en cada ámbito de la vida política y social, el sentido
de ser una verdadera familia de pueblos.
Y de no perder nunca la esperanza y el ánimo de perseverar en el
imperativo moral de ser constructores de paz, reconciliadores y protectores los
unos de los otros.
Aquí
en Irlanda dicho desafío tiene una resonancia particular, cuando se considera
el largo conflicto que ha separado a hermanos y hermanas que pertenecen a una
única familia.
Hace veinte años, la
Comunidad internacional siguió con atención los acontecimientos de Irlanda del
Norte, que llevaron a la firma del Acuerdo del Viernes Santo.
El
Gobierno irlandés, junto con los líderes políticos, religiosos y civiles de
Irlanda del Norte y el Gobierno británico, y
con el apoyo de otros
líderes mundiales, dio vida a un contexto dinámico para la pacífica resolución
de un conflicto que causó enormes sufrimientos en ambas partes.
Podemos
dar gracias por las dos décadas de paz que han seguido a ese Acuerdo histórico,
mientras que manifestamos
la firme esperanza de que el proceso de paz supere todos los
obstáculos restantes y favorezca el nacimiento de un futuro de concordia,
reconciliación y confianza mutua.
El
Evangelio nos recuerda que la verdadera paz es en definitiva un don de Dios;
brota de los corazones sanados y reconciliados y se extiende hasta abrazar al
mundo entero.
Pero también requiere de nuestra parte una conversión constante,
fuente de esos recursos espirituales necesarios para construir una sociedad
realmente solidaria, justa
y al servicio del bien común.
Sin
este fundamento espiritual, el ideal de una familia global de naciones corre el
riesgo de convertirse solo en un lugar común vacío.
¿Podemos decir que el objetivo de crear prosperidad económica
conduce por sí mismo a un orden social más justo y ecuánime?
¿No podría ser en cambio que el crecimiento de una “cultura del
descarte” materialista, nos ha hecho cada vez más indiferentes ante los pobres
y los miembros más
indefensos de la familia humana, incluso de los no nacidos,
privados del derecho a la vida?
Quizás
el desafío que más golpea nuestras conciencias en estos tiempos es la enorme crisis
migratoria, que no parece disminuir y
cuya solución exige sabiduría, amplitud de miras y una
preocupación humanitaria que vaya más allá de decisiones políticas a corto
plazo.
Soy
consciente de la condición de nuestros hermanos y hermanas más vulnerables
—pienso especialmente en las mujeres que en el pasado han sufrido situaciones
de particular dificultad—. Considerando la realidad de los más
vulnerables, no puedo dejar de reconocer el grave escándalo causado en Irlanda
por los abusos a
menores por parte de
miembros de la Iglesia encargados de protegerlos y educarlos.
El
fracaso de las autoridades eclesiásticas —obispos, superiores religiosos,
sacerdotes y otros— al afrontar adecuadamente estos crímenes repugnantes
ha suscitado justamente indignación y permanece como causa de
sufrimiento y vergüenza para la comunidad católica. Yo mismo comparto estos
sentimientos.
Mi predecesor, el Papa Benedicto, no escatimó palabras para
reconocer la gravedad de la situación y solicitar que fueran tomadas medidas «verdaderamente
evangélicas, justas y eficaces» en respuesta a esta traición de
confianza (cf. Carta pastoral a los Católicos de Irlanda, 10).
Su intervención franca y decidida sirve todavía hoy de incentivo
a los esfuerzos de las autoridades eclesiales para remediar los errores pasados
y
adoptar normas severas,
para asegurarse de que no vuelvan a suceder.
Cada niño es, en efecto, un regalo precioso de Dios que hay que
custodiar, animar para que despliegue sus cualidades y llevar a la madurez
espiritual
y a la plenitud humana.
La Iglesia en Irlanda ha tenido, en el pasado y en el presente,
un papel de promoción del bien de los niños que no puede ser ocultado.
Deseo que la gravedad de los escándalos de los abusos, que han
hecho emerger las faltas de muchos, sirva para recalcar la importancia de la
protección
de los menores y de los adultos vulnerables por parte de toda la
sociedad.
En este sentido, todos somos conscientes de la urgente necesidad
de ofrecer a los jóvenes un acompañamiento sabio y valores sanos para su camino
de crecimiento.
Queridos amigos:
Hace casi noventa años, la Santa Sede estuvo entre las primeras
instituciones internacionales que reconocieron el libre Estado de Irlanda.
Aquella iniciativa señaló
el principio de muchos años de armonía y colaboración solícita, con una única
nube pasajera en el horizonte.
Recientemente, gracias a un esfuerzo intenso y a la buena
voluntad por ambas partes se ha llegado a un restablecimiento esperanzador de
aquellas relaciones
amistosas para el bien
recíproco de todos.
Los hilos de aquella historia se remontan a más de mil
quinientos años atrás, cuando el mensaje cristiano, predicado por Paladio y
Patricio, echó sus raíces en
Irlanda y se volvió parte integrante de la vida y la cultura
irlandesa. Muchos “santos y estudiosos” se sintieron inspirados a dejar estas
costas y llevar la nueva fe a otras tierras.
Todavía hoy, los nombres de Columba, Columbano, Brígida, Galo,
Killian, Brendan y muchos otros son honrados en Europa y en otros lugares.
En esta isla el monacato, fuente de civilización y creatividad
artística, escribió una espléndida página de la historia de Irlanda y del
mundo.
Hoy, como en el pasado, hombres y mujeres que habitan este país
se esfuerzan por enriquecer la vida de la nación con la sabiduría nacida de la
fe.
Incluso en las horas más
oscuras de Irlanda, ellos han encontrado en la fe la fuente de aquella valentía
y aquel compromiso que son indispensables
para forjar un futuro de
libertad y dignidad, justicia y solidaridad. El mensaje cristiano ha sido parte
integrante de tal experiencia y ha dado forma al lenguaje,
al pensamiento y a la
cultura de la gente de esta isla.
Rezo para que Irlanda, mientras escucha la polifonía de la
discusión político-social contemporánea, no olvide las vibrantes melodías del
mensaje cristiano
que la han sustentado en el pasado y pueden seguir haciéndolo en
el futuro.
Con este pensamiento, invoco cordialmente sobre vosotros y sobre
todo el querido pueblo irlandés bendiciones divinas de sabiduría, alegría y
paz. Gracias.
CONTEMPLACIÓN:
Como puede ser posible que
un país desarrollado con todo
conocimientos de tecnológicos
se deje micrófonos abiertos no pudimos escuchar la voz del Papa,
porque la tapaba
ensayos de coros y músicas;
esto en Feedback se llama interferencia, quiero inocentemente
creer que “No” fue intencional.
El mundo entero lo
escucho en el vídeo de You Tube,está se lo puede escuchar.
Como católica fue triste,
digo; así estamos en todos lados en el mundo, sin respeto, sin valores.
Santo Padre disculpe esta reflexión, pero no puedo callar, el
Señor decía que a los tibios los vomitaba.
Usted es nuestro Pastor, nosotros su rebaño y merece respeto
porque aunque les duela sus palabras son
de paz y unidad.
Si se ofende a Cristo, se ofende a su Iglesia y a todos los
cristianos que la integramos.
Quiera Dios le de fortaleza en estos tiempos difíciles que le
toca dirigir como sucesor de Pedro a la Iglesia atacada por
muchos frentes.
Aquí seremos respuesta fiel los que lo respetamos y amamos los
que queremos permanecer en valores y paz.
Perla
No hay comentarios:
Publicar un comentario