EPIFANÍA DEL SEÑOR
SANTA MISA:
PAPA FRANCISCO
HOMILÍA:
El Papa Francisco presidió este 6 de enero en la Basílica de San
Pedro la Misa por la Solemnidad de la Epifanía del Señor, en la que exhortó a
seguir la luz de Dios y no las luces del mundo del éxito y del poder, y donde
explicó el significado de los regalos que los Reyes Magos presentaron al Niño
Jesús.
A
continuación la homilía del Papa Francisco:
Epifanía:
la palabra indica la manifestación del Señor quien, como dice san Pablo en la
segunda lectura, se revela a todas las gentes, representadas hoy por los magos.
Se desvela de esa manera la hermosa realidad de Dios que viene para todos: Toda
nación, lengua y pueblo es acogido y amado por él. Su símbolo es la luz, que
llega a todas partes y las ilumina.
Ahora bien, si nuestro Dios se manifiesta a todos, sin embargo,
produce sorpresa cómo se manifiesta. El evangelio narra un ir y venir entorno
al palacio del rey Herodes, precisamente cuando Jesús es presentado como rey:
«¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?», preguntan los magos. Lo
encontrarán, pero no donde pensaban: no está en el palacio real de Jerusalén,
sino en una humilde morada de Belén. Asistimos a la misma paradoja en Navidad,
cuando el evangelio nos hablaba del censo de toda la tierra en tiempos del
emperador Augusto y del gobernador Quirino. Pero ninguno de los poderosos de
entonces se dio cuenta de que el Rey de la historia nacía en ese momento. E
incluso, cuando Jesús se manifiesta públicamente a los treinta años, precedido
por Juan el Bautista, el evangelio ofrece otra solemne presentación del
contexto, enumerando a todos los “grandes” de entonces, poder secular y
espiritual: el emperador Tiberio, Poncio Pilato, Herodes, Filipo, Lisanio, los
sumos sacerdotes Anás y Caifás. Y concluye: «Vino la palabra de Dios sobre Juan
en el desierto». Por tanto, no sobre alguno de los grandes, sino sobre un
hombre que se había retirado en el desierto. Esta es la sorpresa: Dios no se
manifiesta ocupando el centro de la escena.
Al
oír esa lista de personajes ilustres, podríamos tener la tentación de “poner el
foco de luz” sobre ellos. Podríamos pensar: habría sido mejor si la estrella de
Jesús se hubiese aparecido en Roma sobre el monte Palatino, desde el que
Augusto reinaba en el mundo; todo el imperio se habría hecho enseguida
cristiano. O también, si hubiese iluminado el palacio de Herodes, este podría
haber hecho el bien, en vez del mal. Pero la luz de Dios no va a aquellos que
brillan con luz propia. Dios se propone, no se impone; ilumina, pero no
deslumbra. Es siempre grande la tentación de confundir la luz de Dios con las
luces del mundo. Cuántas veces hemos seguido los seductores resplandores del
poder y de la fama, convencidos de prestar un buen servicio al evangelio. Pero
así hemos vuelto el foco de luz hacia la parte equivocada, porque Dios no está
allí. Su luz tenue brilla en el amor humilde. Cuántas veces, incluso como
Iglesia, hemos intentado brillar con luz propia. Pero nosotros no somos el sol
de la humanidad. Somos la luna que, a pesar de sus sombras, refleja la luz
verdadera, el Señor: Él es la luz de mundo; Él, no nosotros.
La
luz de Dios va a quien la acoge. En la primera lectura, Isaías nos recuerda que
la luz divina no impide que las tinieblas y la oscuridad cubran la tierra, pero
resplandece en quien está dispuesto a recibirla. Por eso el profeta dirige una
llamada, que nos interpela a cada uno: «Levántate y resplandece, porque llega
tu luz». Es necesario levantarse, es decir sobreponerse a nuestro sedentarismo
y disponerse a caminar, de lo contrario, nos quedaremos parados, como los
escribas consultados por Herodes, que sabían bien dónde había nacido el Mesías,
pero no se movieron. Y después, es necesario revestirse de Dios que es la luz,
cada día, hasta que Jesús se convierta en nuestro vestido cotidiano. Pero para
vestir el traje de Dios, que es sencillo como la luz, es necesario despojarse
antes de los vestidos pomposos, en caso contrario seríamos como Herodes, que a
la luz divina prefirió las luces terrenas del éxito y del poder. Los magos, sin
embargo, realizan la profecía, se levantan para ser revestidos de la luz. Solo
ellos ven la estrella en el cielo; no los escribas, ni Herodes, ni ningún otro
en Jerusalén. Para encontrar a Jesús hay que plantearse un itinerario distinto,
hay que tomar un camino alternativo, el suyo, el camino del amor humilde. Y hay
que mantenerlo. De hecho, el Evangelio de este día concluye diciendo que los
magos, una vez que encontraron a Jesús, «se retiraron a su tierra por otro
camino». Otro camino, distinto al de Herodes. Un camino alternativo al mundo,
como el que han recorrido todos los que en Navidad están con Jesús: María y
José, los pastores. Ellos, como los magos, han dejado sus casas y se han
convertido en peregrinos por los caminos de Dios. Porque solo quien deja los
propios afectos mundanos para ponerse en camino encuentra el misterio de Dios.
Vale
también para nosotros. No basta saber dónde nació Jesús, como los escribas, si
no alcanzamos ese dónde. No basta saber, como Herodes, que Jesús nació si no lo
encontramos. Cuando su dónde se convierte en nuestro dónde, su cuándo en
nuestro cuándo, su persona en nuestra vida, entonces las profecías se cumplen
en nosotros. Entonces Jesús nace dentro y se convierte en Dios vivo para mí.
Hoy estamos invitados a imitar a los magos. Ellos no discuten, sino que
caminan; no se quedan mirando, sino que entran en la casa de Jesús; no se ponen
en el centro, sino que se postran ante él, que es el centro; no se empecinan en
sus planes, sino que se muestran disponibles a tomar otros caminos. En sus
gestos hay un contacto estrecho con el Señor, una apertura radical a él, una
implicación total con él. Con él utilizan el lenguaje del amor, la misma lengua
que Jesús ya habla, siendo todavía un infante. De hecho, los magos van al Señor
no para recibir, sino para dar. Preguntémonos: ¿Hemos llevado algún presente a
Jesús para su fiesta en Navidad, o nos hemos intercambiado regalos solo entre
nosotros?
Si
hemos ido al Señor con las manos vacías, hoy lo podemos remediar. El evangelio
nos muestra, por así decirlo, una pequeña lista de regalos: oro, incienso y
mirra. El oro, considerado el elemento más precioso, nos recuerda que a Dios
hay que darle siempre el primer lugar. Se le adora. Pero para hacerlo es
necesario que nosotros mismos cedamos el primer puesto, no considerándonos
autosuficientes sino necesitados. Luego está el incienso, que simboliza la
relación con el Señor, la oración, que como un perfume sube hasta Dios. Pero,
así como el incienso necesita quemarse para perfumar, la oración necesita
también “quemar” un poco de tiempo, gastarlo para el Señor. Y hacerlo de
verdad, no solo con palabras. A propósito de hechos, ahí está la mirra, el
ungüento que se usará para envolver con amor el cuerpo de Jesús bajado de la
cruz. El Señor agradece que nos hagamos cargo de los cuerpos probados por el
sufrimiento, de su carne más débil, del que se ha quedado atrás, de quien solo
puede recibir sin dar nada material a cambio. La gratuidad, la misericordia hacia
el que no puede restituir es preciosa a los ojos de Dios. En este tiempo de
Navidad que llega a su fin, no perdamos la ocasión de hacer un hermoso regalo a
nuestro Rey, que vino por nosotros, no sobre los fastuosos escenarios del
mundo, sino sobre la luminosa pobreza de Belén. Si lo hacemos así, su luz
brillará sobre nosotros.
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