SANTA MISA
HOMILIA
El Papa Francisco celebró la Santa Misa en el Monumento de María
Reina de la Paz, a las afueras de Port Louis, capital de Mauricio, donde el
Pontífice llegó este lunes 9 de septiembre procedente de Madagascar, en su
viaje por África que le ha llevado también a Mozambique.
En
su homilía, el Papa se refirió a la herencia evangelizadora del beato
Jacques-Désiré Laval, misionero francés que llegó a Mauricio en 1841 y cuya
labor pastoral marcó a la sociedad y a la Iglesia mauriciana hasta la
actualidad.
El
Santo Padre recordó que “a través de su impulso misionero y su amor, el padre
Laval dio a la Iglesia mauriciana una nueva juventud, un nuevo aliento, que hoy
estamos invitados a continuar en el contexto actual”.
A
continuación, la homilía completa del Papa Francisco:
Aquí,
ante este altar dedicado a María, Reina de la Paz; en este monte desde el que
se ve la ciudad y más allá el mar, nos encontramos para participar de esa
multitud de rostros que han venido de Mauricio y de las demás islas de esta
región del Océano Índico para escuchar a Jesús que anuncia las
bienaventuranzas.
La
misma Palabra de Vida que, como hace dos mil años, tiene la misma fuerza, el
mismo fuego que enciende hasta los corazones más fríos. Juntos podemos decir al
Señor: creemos en ti y, con la luz de la fe y el palpitar del corazón, sabemos
que es verdad la profecía de Isaías: anuncias la paz y la salvación, traes
buenas noticias, reina nuestro Dios.
Las
bienaventuranzas «son el carnet de identidad del cristiano. Si alguno de
nosotros se plantea la pregunta: “¿Cómo se hace para ser un buen cristiano?”,
la respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que pide
Jesús en las bienaventuranzas.
En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a
transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas» (Exhort. ap. Gaudete et
exsultate, 63), tal como hizo el llamado “apóstol de la unidad mauriciana”, el
beato Jacques-Désiré Laval, tan venerado en estas tierras. El amor a Cristo y a
los pobres marcó su vida de tal manera que lo protegió de la ilusión de
realizar una evangelización “lejana y aséptica”.
Sabía
que evangelizar suponía hacerse todo para todos (cf. 1 Co 9, 19-22): aprendió
el idioma de los esclavos recientemente liberados y les anunció de manera
simple la Buena Nueva de la salvación. Supo convocar a los fieles y los formó
para emprender la misión y crear pequeñas comunidades cristianas en barrios,
ciudades y aldeas vecinas, muchas de estas pequeñas comunidades han sido el
inicio de las actuales parroquias. Fue solícito en brindar confianza a los más
pobres y descartados para que fuesen ellos los primeros en organizarse y
encontrar respuestas a sus sufrimientos.
A
través de su impulso misionero y su amor, el padre Laval dio a la Iglesia
mauriciana una nueva juventud, un nuevo aliento, que hoy estamos invitados a
continuar en el contexto actual.
Y
este impulso misionero hay que cuidarlo porque puede darse que, como Iglesia de
Cristo, caigamos en la tentación de perder el entusiasmo evangelizador
refugiándonos en seguridades mundanas que, poco a poco, no sólo condicionan la
misión, sino que la vuelven pesada e incapaz de convocar (cf. Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 26). El impulso misionero tiene rostro joven y
rejuvenecedor. Son precisamente los jóvenes quienes, con su vitalidad y
entrega, pueden aportarle la belleza y frescura propia de la juventud cuando
desafían a la comunidad cristiana a renovarnos y nos invitan a partir hacia
nuevos horizontes (cf. Exhort. ap. Christus vivit, 37).
Pero
esto no siempre es fácil, porque exige que aprendamos a reconocerles y
otorgarles un lugar en el seno de nuestra comunidad y de nuestra sociedad.
Pero
qué duro es constatar que, a pesar del crecimiento económico que tuvo vuestro
país en las últimas décadas, son los jóvenes los que más sufren, ellos son
quienes más padecen la desocupación que provoca no sólo un futuro incierto,
sino que además les quita la posibilidad de sentirse actores privilegiados de
la propia historia común.
Un
futuro incierto que los empuja fuera del camino y los obliga a escribir su vida
al margen, dejándolos vulnerables y casi sin puntos de referencia ante las
nuevas formas de esclavitud de este siglo XXI. ¡Ellos, nuestros jóvenes, son
nuestra primera misión! A ellos debemos invitar a encontrar su felicidad en
Jesús; pero no de forma aséptica o lejana, sino aprendiendo a darles un lugar,
conociendo “su lenguaje”, escuchando sus historias, viviendo a su lado,
haciéndoles sentir que son bienaventurados de Dios. ¡No nos dejemos robar el
rostro joven de la Iglesia y de la sociedad; no dejemos que sean los mercaderes
de la muerte quienes roben las primicias de esta tierra!
A
nuestros jóvenes y a cuantos como ellos sienten que no tienen voz porque están
sumergidos en la precariedad, el padre Laval los invitaría a dejar resonar el
anuncio de Isaías: «¡Prorrumpan en gritos de alegría, ruinas de Jerusalén,
porque el Señor consuela a su Pueblo, él redime a Jerusalén!» (52,9).
Aun
cuando lo que nos rodee pueda parecer que no tiene solución, la esperanza en
Jesús nos pide recuperar la certeza del triunfo de Dios no sólo más allá de la
historia, sino también en la trama oculta de las pequeñas historias que se van
entrelazando y que nos tienen como protagonistas de la victoria de Aquel que
nos ha regalado el Reino.
Para
vivir el Evangelio, no se puede esperar que todo a nuestro alrededor sea
favorable, porque muchas veces las ambiciones del poder y los intereses
mundanos juegan en contra nuestra. San Juan Pablo II decía que «está alienada
una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y
consumo, hace más difícil la realización de esta donación [de sí] y la
formación de esa solidaridad interhumana» (Enc. Centesimus annus, 41c). En una
sociedad así, se vuelve difícil vivir las bienaventuranzas; puede llegar
incluso a ser algo mal visto, sospechado, ridiculizado (cf. Exhort. ap. Gaudete
et exsultate, 91).
Es cierto, pero no podemos dejar que nos gane el desaliento. Al pie de este
monte, que hoy quisiera que fuera el monte de las Bienaventuranzas, también
nosotros tenemos que recuperar esta invitación a ser felices. Sólo los
cristianos alegres despiertan el deseo de seguir ese camino; «la palabra
“feliz” o “bienaventurado” pasa a ser sinónimo de “santo”, porque expresa que
la persona que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí,
la verdadera dicha» (ibíd., 64).
Cuando
escuchamos el amenazante pronóstico “cada vez somos menos”, en primer lugar,
deberíamos preocuparnos no por la disminución de tal o cual modo de
consagración en la Iglesia, sino por las carencias de hombres y mujeres que
quieren vivir la felicidad haciendo caminos de santidad, hombres y mujeres que
dejen arder su corazón con el anuncio más hermoso y liberador.
«Si
algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos
hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con
Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de
sentido y de vida» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 49).
Cuando
un joven ve un proyecto de vida cristiana realizado con alegría, eso lo
entusiasma y alienta, y siente ese deseo que puede expresar así: “Yo quiero
subir a ese monte de las bienaventuranzas, yo quiero encontrarme con la mirada
de Jesús y que Él me diga cuál es mi camino de felicidad”.
Pidamos,
queridos hermanos y hermanas, por nuestras comunidades, para que, dando testimonio
de la alegría de la vida cristiana, vean florecer la vocación a la santidad en
las múltiples formas de vida que el Espíritu nos propone. Implorémoslo para
esta diócesis, como también para aquellas otras que hoy han hecho el esfuerzo
de venir hasta aquí. El padre Laval, el beato cuyas reliquias veneramos, vivió
también momentos de decepción y dificultad con la comunidad cristiana, pero
finalmente el Señor venció en su corazón.
Tuvo
confianza en la fuerza del Señor. Dejemos que toque el corazón de muchos
hombres y mujeres de esta tierra, dejemos que toque también nuestro corazón
para que su novedad renueve nuestra vida y la de nuestra comunidad (cf. ibíd.,
11). Y no nos olvidemos que quien convoca con fuerza, quien construye la
Iglesia, es el Espíritu Santo.
La
imagen de María, la Madre que nos protege y acompaña, nos recuerda que fue
llamada la “bienaventurada”. A ella que vivió el dolor como una espada que le
atraviesa el corazón, a ella que cruzó el peor umbral del dolor que es ver
morir a su hijo, pidámosle el don de la apertura al Espíritu Santo, de la
alegría perseverante, esa que no se amilana, ni se repliega, la que siempre
vuelve a experimentar y afirmar que “el Todopoderoso hace grandes obras, su
nombre es santo”.
Contemplaciòn:
Santo.Padre: mirándonos y sintiendo estar con Jesùs y en Jesùs,hoy nosotros los mayores pedimos por los jóvenes al Creador, para que se hagan viva una vez más en cada corazòn, la profecía de Isaías
Anunciando, la paz y la salvación, la buenas noticias, de que reina nuestro Dios.
hoy y en la eternidad.
Son momentos difíciles de toda la humanidad, pero nosotros los creyentes avanzamos a pesar de remar contra corriente, es cuando el Evangelio del Señor y su Palabra se hacen vibración de Amor en cada cristiano, a pesar de tantas injusticias
El nos llena de fe y esperanzas, porque su Verdad está más vigente que nunca porque el Camino Verdad y Vida que nos enseñó transitar juntos es el que nos llevará a la cima donde Èl está y de donde volverá.
Los males que nos aquejan aquí y en el mundo, es decadente,pero cuando escuchamos sus mensajes nos anima a continuar.
Hacer nuestra las bienaventuranzas: sentir en su voz, la voz de Jesùs
"FELICES" los que tienen alma de pobres...
los afligidos...
los pacientes...
los que tienen hambre de justicia...
los misericordiosos...
los que tienen el corazòn puro...
los que trabajan por la paz...
los que son perseguidos...
ustedes cuando sean insultados y perseguidos...
Alégrense y regocíjense porque tendrán una gran recompensa
en el cielo, de la misma manera persiguieron a los profetas
que los precedieron...
Querido Santo Padre, mi alma y corazòn están tristes por mi Patria, es tan alienado y diabólico el comportamiento de muchos que hacen daños irreparables.
Si hemos perdido la paz,es porque hemos dejado que nos mientan haciéndonos creer que es la Verdad.
Y cuando faltamos a la Verdad; ya no hay, ni habrá paz.
Como hace tiempo que no ocurría me han hackeado este espacio, me pregunto de dónde y quiénes serán los poderosos que pagan para no permitirme trabajar en la oraciòn que es mi misiòn; ir de la Mano de la Virgen Reina de la Paz.
Su homilía me reconforta, los años pesan y los achaques están, pero alli voy junto a miles de hermanos que se unen diariamente a este espacio que no es nuestro es de la Virgen; por mi persona digo será hasta que El Señor lo permita.
Que tenga un buen y feliz retorno,este viaje lo llenará de gozo, porque la misiòn ha dejado corazones en alegría y paz, sepa que lo amamos y aunque estemos lejos nos unimos en oraciòn por su Persona y Pastor.
Perla
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