DOMINGO DÍA 10 AL 17
CARTA ENCÍCLICA
DOMINUM ET VIVIFICANTEM
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
SOBRE EL ESPÍRITU SANTO
EN LA VIDA DE LA IGLESIA
Y DEL MUNDO
DOMINUM ET VIVIFICANTEM
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
SOBRE EL ESPÍRITU SANTO
EN LA VIDA DE LA IGLESIA
Y DEL MUNDO
Venerables hermanos,
amadísimos hijos e hijas:
¡salud y bendición apostólica!
amadísimos hijos e hijas:
¡salud y bendición apostólica!
INTRODUCCIÓN
1. La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo que es
« Señor y dador de vida ». Así lo profesa el
Símbolo de la Fe, llamado nicenoconstantinopolitano por el nombre de los dos
Concilios —Nicea (a. 325) y Constantinopla (a. 381)—, en los que fue formulado
o promulgado. En ellos se añade también que el Espíritu Santo « habló por los
profetas ». Son palabras que la Iglesia recibe de la fuente misma de su fe,
Jesucristo. En efecto, según el Evangelio de Juan, el Espíritu Santo nos es
dado con la nueva vida, como anuncia y promete Jesús el día grande de la fiesta
de los Tabernáculos: « " Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que
cree en mí ", como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua
viva ».1 Y
el evangelista explica: « Esto decía refiriéndose al Espíritu que
iban a recibir los que creyeran en él ».2 Es
el mismo símil del agua usado por Jesús en su coloquio con la Samaritana,
cuando habla de una « fuente de agua que brota para la vida eterna »,3 y
en el coloquio con Nicodemo, cuando anuncia la necesidad de un nuevo nacimiento « de
agua y de Espíritu » para « entrar en el Reino de Dios ».4
La Iglesia, por tanto, instruida por la palabra de Cristo, partiendo de
la experiencia de Pentecostés y de su historia apostólica, proclama desde el
principio su fe en el Espíritu Santo, como aquél que es dador de
vida, aquél en el que el inescrutable Dios
uno y trino se comunica a los hombres, constituyendo en ellos la
fuente de vida eterna.
2. Esta fe, profesada ininterrumpidamente por la Iglesia, debe ser
siempre fortalecida y profundizada en la conciencia del Pueblo de Dios. Durante
el último siglo esto ha sucedido varias veces; desde León XIII, que
publicó la Encíclica Divinum illud munus (a. 1897) dedicada
enteramente al Espíritu Santo, pasando por Pío XII, que en la
Encíclica Mystici Corporis (a. 1943) se refirió al Espíritu
Santo como principio vital de la Iglesia, en la cual actúa conjuntamente con
Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico,5 hasta
el Concilio Ecuménico Vaticano II, que
ha hecho sentir la necesidad de una nueva profundización de la doctrina sobre
el Espíritu Santo, como subrayaba Pablo VI: « A la
cristología y especialmente a la eclesiología del Concilio debe suceder un
estudio nuevo y un culto nuevo del Espíritu Santo, justamente como necesario
complemento de la doctrina conciliar ».6
En nuestra época, pues, estamos de nuevo llamados, por la fe
siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia, a acercarnos al
Espíritu Santo que es dador de vida. Nos ayuda a ello y nos
estimula también la herencia común con las Iglesias orientales, las
cuales han custodiado celosamente las riquezas extraordinarias de las
enseñanzas de los Padres sobre el Espíritu Santo. También por esto podemos
decir que uno de los acontecimientos eclesiales más importantes de los últimos
años ha sido el XVI centenario del I Concilio de Constantinopla, celebrado
contemporáneamente en Constantinopla y en Roma en la solemnidad de Pentecostés
del 1981. El Espíritu Santo ha sido comprendido mejor en
aquella ocasión, mientras se meditaba sobre el misterio de la Iglesia, como
aquél que indica los caminos que llevan a la unión de los cristianos, más aún,
como la fuente suprema de esta unidad, que proviene de Dios
mismo y a la que San Pablo dio una expresión particular con las palabras con
que frecuentemente se inicia la liturgia eucarística: « La gracia de nuestro
Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con
todos vosotros ».7
De esta exhortación han partido, en cierto modo, y en ella se han
inspirado las precedentes Encíclicas Redemptor hominis y Dives in misericordia, las cuales
celebran el hecho de nuestra salvación realizada en el Hijo, enviado por el
Padre al mundo, « para que el mundo se salve por él » 8 y
« toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre ».9 De
esta misma exhortación arranca ahora la presente Encíclica sobre el
Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y
el Hijo recibe una misma adoración y gloria: él es una Persona divina que está
en el centro de la fe cristiana y es la fuente y fuerza dinámica de la
renovación de la Iglesia.10 Esta
Encíclica arranca de la herencia profunda del Concilio. En
efecto, los textos conciliares, gracias a su enseñanza sobre la Iglesia en sí
misma y sobre la Iglesia en el mundo, nos animan a penetrar cada vez más en el
misterio trinitario de Dios, siguiendo el itinerario evangélico, patrístico v
litúrgico: al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo.
De este modo la Iglesia responde también a ciertos deseos profundos, que
trata de vislumbrar en el corazón de los hombres de hoy: un nuevo
descubrimiento de Dios en su realidad trascendente de Espíritu infinito, como
lo presenta Jesús a la Samaritana; la necesidad de adorarlo « en espíritu y
verdad »; 11 la
esperanza de encontrar en él el secreto del amor y la fuerza de una « creación
nueva »: 12 sí,
precisamente aquél que es dador de vida.
La Iglesia se siente llamada a esta misión de anunciar el Espíritu
mientras, junto con la familia humana, se acerca al final del segundo
milenio después de Cristo. En la perspectiva de un cielo y una tierra
que « pasarán », la Iglesia sabe bien que adquieren especial elocuencia las «
palabras que no pasarán ».13 Son
las palabras de Cristo sobre el Espíritu Santo, fuente inagotable del « agua
que brota para vida eterna »,14 que
es verdad y gracia salvadora. Sobre estas palabras quiere reflexionar y hacia
ellas quiere llamar la atención de los creyentes y de todos los hombres,
mientras se prepara a celebrar —como se dirá más adelante— el gran Jubileo que
señalará el paso del segundo al tercer milenio cristiano.
Naturalmente, las consideraciones que siguen no pretenden examinar de
modo exhaustivo la riquísima doctrina sobre el Espíritu Santo, ni privilegiar
alguna solución sobre cuestiones todavía abiertas. Tienen como objetivo
principal desarrollar en la Iglesia la conciencia de que en ella « el Espíritu
Santo la impulsa a cooperar para que se cumpla el designio de Dios, quien
constituyó a Cristo principio de salvación para todo el mundo ».15
I PARTE - EL ESPÍRITU DEL PADRE Y DEL
HIJO, DADO A LA IGLESIA
1. Promesa y revelación de Jesús durante la Cena pascual
3. Cuando ya era inminente para Jesús el momento de dejar este mundo,
anunció a los apóstoles « otro Paráclito ».16 El
evangelista Juan, que estaba presente, escribe que Jesús, durante la Cena
pascual anterior al día de su pasión y muerte, se dirigió a ellos con estas
palabras: « Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea
glorificado en el Hijo... y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito para
que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad ».17
Precisamente a este Espíritu de la verdad Jesús lo llama el Paráclito,
y Parákletos quiere decir « consolador », y también «
intercesor » o « abogado ». Y dice que es « otro » Paráclito, el segundo,
porque él mismo, Jesús, es el primer Paráclito, 18 al
ser el primero que trae y da la Buena Nueva. El Espíritu Santo viene después de
él y gracias a él, para continuar en el mundo, por medio de la Iglesia, la
obra de la Buena Nueva de salvación. De esta continuación de
su obra por parte del Espíritu Santo Jesús habla más de una vez durante el
mismo discurso de despedida, preparando a los apóstoles, reunidos en el
Cenáculo, para su partida, es decir, su pasión y muerte en Cruz.
Las palabras, a las que aquí nos referimos, se encuentran en el Evangelio
de Juan. Cada una de ellas añade algún contenido nuevo a aquel anuncio
y a aquella promesa. Al mismo tiempo, están simultáneamente relacionadas entre
sí no sólo por la perspectiva de los mismos acontecimientos, sino también por
la perspectiva del misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que
quizás en ningún otro pasaje de la Sagrada Escritura encuentran una expresión
tan relevante como ésta.
4. Poco después del citado anuncio, añade Jesús: « Pero el Paráclito, el
Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo
y os recordará todo lo que yo he dicho ».19 El
Espíritu Santo será el Consolador de los apóstoles y de la Iglesia, siempre
presente en medio de ellos—aunque invisible—como maestro de la misma Buena
Nueva que Cristo anunció. Las palabras « enseñará » y « recordará » significan
no sólo que el Espíritu, a su manera, seguirá inspirando la predicación del
Evangelio de salvación, sino que también ayudará a comprender el justo
significado del contenido del mensaje de Cristo, asegurando su continuidad e
identidad de comprensión en medio de las condiciones y circunstancias mudables.
El Espíritu Santo, pues, hará que en la Iglesia perdure siempre la
misma verdad que los apóstoles oyeron de su Maestro.
5. Los apóstoles, al transmitir la Buena Nueva, se unirán
particularmente al Espíritu Santo. Así sigue hablando Jesús: « Cuando venga el
Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que
procede del Padre, él dará testimonio de mí. Pero también
vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio ».20
Los apóstoles fueron testigos directos y oculares. « Oyeron » y « vieron
con sus propios ojos », « miraron » e incluso « tocaron con sus propias manos »
a Cristo, como se expresa en otro pasaje el mismo evangelista Juan.21 Este
testimonio suyo humano, ocular e « histórico » sobre Cristo se une al
testimonio del Espíritu Santo: « El dará testimonio de mí ». En el
testimonio del Espíritu de la verdad encontrará el supremo apoyo el
testimonio humano de los apóstoles. Y luego encontrará también en ellos
el fundamento interior de su continuidad entre las
generaciones de los discípulos y de los confesores de Cristo, que se sucederán
en los siglos posteriores.
Si la revelación suprema y más completa de Dios a la humanidad es
Jesucristo mismo, el testimonio del Espíritu de la verdad
inspira, garantiza y corrobora su fiel transmisión en la predicación y en los
escritos apostólicos, 22 mientras
que el testimonio de los apóstoles asegura su expresión humana
en la Iglesia y en la historia de la humanidad.
6. Esto se deduce también de la profunda correlación de contenido y de
intención con el anuncio y la promesa mencionada, que se encuentra en las
palabras sucesivas del texto de Juan: « Mucho podría deciros aún, pero ahora no
podéis con ello. Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la
verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y
os anunciará lo que ha de venir ».23
Con estas palabras Jesús presenta el Paráclito. el Espíritu de la
verdad, como el que « enseñará » y « recordará », como el que « dará testimonio
» de él; luego dice: « Os guiará hasta la verdad completa ». Este « guiar hasta
la verdad completa », con referencia a lo que dice a los apóstoles « pero ahora
no podéis con ello », está necesariamente relacionado con el
anonadamiento de Cristo por medio de la pasión y muerte de Cruz, que
entonces, cuando pronunciaba estas palabras, era inminente.
Después, sin embargo, resulta claro que aquel « guiar hasta la verdad
completa » se refiere también, además del escándalo de
la cruz, a todo lo que Cristo « hizo y enseñó ».24 En
efecto, el misterio de Cristo en su globalidad exige la fe ya
que ésta introduce oportunamente al hombre en la realidad del misterio
revelado. El « guiar hasta la verdad completa » se realiza, pues en la fe y
mediante la fe, lo cual es obra del Espíritu de la verdad y fruto de su acción
en el hombre. El Espíritu Santo debe ser en esto la guía suprema del hombre y
la luz del espíritu humano. Esto sirve para los apóstoles, testigos oculares,
que deben llevar ya a todos los hombres el anuncio de lo que Cristo « hizo y
enseñó » y, especialmente, el anuncio de su Cruz y de su Resurrección. En una
perspectiva más amplia esto sirve también para todas las generaciones de
discípulos y confesores del Maestro, ya que deberán aceptar con
fe y confesar con lealtad el misterio de Dios operante en la
historia del hombre, el misterio revelado que explica el sentido definitivo de
esa misma historia.
7. Entre el Espíritu Santo y Cristo subsiste, pues, en la economía de la
salvación una relación íntima por la cual el Espíritu actúa en la historia del
hombre como « otro Paráclito », asegurando de modo permanente la trasmisión y la
irradiación de la Buena Nueva revelada por Jesús de Nazaret. Por esto,
resplandece la gloria de Cristo en el Espíritu Santo-Paráclito, que en el
misterio y en la actividad de la Iglesia continúa incesantemente la presencia
histórica del Redentor sobre la tierra y su obra salvífica, como lo atestiguan
las siguientes palabras de Juan: « El me dará gloria, porque recibirá
de lo mío y os lo comunicará a vosotros ».25 Con
estas palabras se confirma una vez más todo lo que han dicho los enunciados
anteriores. « Enseñará ..., recordará ..., dará testimonio ». La suprema y
completa autorrevelación de Dios, que se ha realizado en Cristo, atestiguada
por la predicación de los Apóstoles, sigue manifestándose en la Iglesia
mediante la misión del Paráclito invisible, el Espíritu de la verdad. Cuán
íntimamente esta misión esté relacionada con la misión de Cristo y cuán plenamente
se fundamente en ella misma, consolidando y desarrollando en la historia sus
frutos salvíficos, está expresado con el verbo « recibir »: « recibirá de lo
mío y os lo comunicará ». Jesús para explicar la palabra « recibirá », poniendo
en clara evidencia la unidad divina y trinitaria de la fuente, añade: « Todo
lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho: Recibirá de
lo mío y os lo comunicará a vosotros ».26 Tomando
de lo « mío », por eso mismo recibirá de « lo que es del Padre ».
A la luz pues de aquel « recibirá » se pueden explicar todavía las otras
palabras significativas sobre el Espíritu Santo, pronunciadas por Jesús en el
Cenáculo antes de la Pascua: « Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy,
no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré; y
cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente
a la justicia y en lo referente al juicio ».27 Convendrá
dedicar todavía a estas palabras una reflexión aparte.
2. Padre, Hijo y Espíritu Santo
8. Una característica del texto joánico es que el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo son llamados claramente Personas; la primera es distinta de la
segunda y de la tercera, y éstas también lo son entre sí. Jesús habla del
Espíritu Paráclito usando varias veces el pronombre personal « él »; y al mismo
tiempo, en todo el discurso de despedida, descubre los lazos que unen
recíprocamente al Padre, al Hijo y al Paráclito. Por tanto, « el Espíritu ...
procede del Padre » 28 y
el Padre « dará » el Espíritu.29 El
Padre « enviará » el Espíritu en nombre del Hijo, 30 el
Espíritu « dará testimonio » del Hijo.31 El
Hijo pide al Padre que envíe el Espíritu Paráclito,32pero
afirma y promete, además, en relación con su « partida » a través de la Cruz: «
Si me voy, os lo enviaré ».33 Así
pues, el Padre envía el Espíritu Santo con el poder de su paternidad, igual que
ha enviado al Hijo,34 y
al mismo tiempo lo envía con la fuerza de la redención realizada por Cristo; en
este sentido el Espíritu Santo es enviado también por el Hijo: « os lo enviaré
».
Conviene notar aquí que si todas las demás promesas hechas en el
Cenáculo anunciaban la venida del Espíritu Santo después de la
partida de Cristo, la contenida en el texto de Juan comprende y subraya
claramente también la relación de interdependencia, que se podría llamar causal, entre
la manifestación de ambos: « Pero si me voy, os le enviaré ». El Espíritu Santo
vendrá cuando Cristo se haya ido por medio de la Cruz; vendrá no sólo después, sino como
causa de la redención realizada por Cristo, por voluntad y obra del
Padre.
9. Así, en el discurso pascual de despedida se llega —puede
decirse— al culmen de la revelación trinitaria. Al mismo
tiempo, nos encontramos ante unos acontecimientos definitivos y unas palabras
supremas, que al final se traducirán en el gran mandato misional dirigido a los
apóstoles y, por medio de ellos, a la Iglesia: « Id, pues, y haced discípulos a
todas las gentes », mandato que encierra, en cierto modo, la fórmula trinitaria
del bautismo: « bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo ».35 Esta
fórmula refleja el misterio íntimo de Dios y de su vida divina, que es el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, divina unidad de la Trinidad. Se puede leer
este discurso como una preparación especial a esta fórmula trinitaria, en la
que se expresa la fuerza vivificadora del Sacramento que obra la participación
en la vida de Dios uno y trino, porque da al hombre la gracia
santificante como don sobrenatural. Por medio de ella éste es llamado y hecho «
capaz » de participar en la inescrutable vida de Dios.
10. Dios, en su vida íntima, « es amor »,36 amor
esencial, común a las tres Personas divinas. EL Espíritu Santo es amor personal
como Espíritu del Padre y del Hijo. Por esto « sondea hasta las profundidades
de Dios »,37 como Amor-don
increado. Puede decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de
Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre
las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo Dios « existe » como don. El
Espíritu Santo es pues la expresión personal de esta donación,
de este ser-amor.38 Es
Persona-amor. Es Persona-don. Tenemos aquí una riqueza insondable de la
realidad y una profundización inefable del concepto de persona en Dios, que
solamente conocemos por la Revelación.
Al mismo tiempo, el Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en
la divinidad, es amor y don (increado) del que deriva como de una fuente (fons
vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la
donación de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación
de la gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación. Como
escribe el apóstol Pablo: « El amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado ».39
3. La donación salvífica de Dios por el Espíritu Santo
11. El discurso de despedida de Cristo durante la Cena pascual se
refiere particularmente a este « dar » y « darse » del Espíritu Santo. En
el Evangelio de Juan se descubre la « lógica » más profunda
del misterio salvífico contenido en el designio eterno de Dios como expansión
de la inefable comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es la «
lógica » divina, que del misterio de la Trinidad lleva al misterio de la
Redención del mundo por medio de Jesucristo. La Redención realizada por
el Hijo en el ámbito de la historia terrena del hombre —realizada por
su « partida » a través de la Cruz y Resurrección— es al mismo tiempo, en toda
su fuerza salvífica, transmitida al Espíritu Santo: que «
recibirá de lo mío ».40 Las
palabras del texto joánico indican que, según el designio divino, la « partida
» de Cristo es condición indispensable del « envío » y de la venida del
Espíritu Santo, indican que entonces comienza la nueva comunicación
salvífica por el Espíritu Santo.
12. Es un nuevo inicio en relación con el primero, —inicio originario
de la donación salvífica de Dios— que se identifica con el misterio de la
creación. Así leemos ya en las primeras páginas del libro del Génesis: « En
el principio creó Dios los cielos y la tierra ... y el Espíritu de Dios (ruah
Elohim) aleteaba por encima de las aguas ».41 Este
concepto bíblico de creación comporta no sólo la llamada del ser mismo del
cosmos a la existencia, es decir, el dar la existencia, sino
también la presencia del Espíritu de Dios en la creación, o sea, el inicio de
la comunicación salvífica de Dios a las cosas que crea. Lo cual es válido ante
todo para el hombre, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios:
« Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra ».42 «
Hagamos », ¿se puede considerar que el plural, que el Creador usa aquí hablando
de sí mismo, sugiera ya de alguna manera el misterio trinitario, la presencia
de la Trinidad en la obra de la creación del hombre? El lector cristiano, que
conoce ya la revelación de este misterio, puede también descubrir su reflejo en
estas palabras. En cualquier caso, el contexto nos permite ver en la creación
del hombre el primer inicio de la donación salvífica de Dios a la medida de su
« imagen y semejanza », que ha concedido al hombre.
13. Parece, pues, que las palabras pronunciadas por Jesús en el discurso
de despedida deben ser leídas también con referencia a aquel « inicio » tan
lejano, pero fundamental, que conocemos por el Génesis. « Si no me voy, no
vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré ». Cristo,
describiendo su « partida » como condición de la « venida »
del Paráclito, une el nuevo inicio de la comunicación salvífica de Dios por el
Espíritu Santo con el misterio de la Redención. Este es un nuevo inicio, ante
todo porque entre el primer inicio y toda la historia del
hombre, —empezando por la caída original—, se ha interpuesto el
pecado, que es contrario a la presencia del Espíritu de Dios en la
creación y es, sobre todo, contrario a la comunicación salvífica de
Dios al hombre. Escribe San Pablo que, precisamente a causa del pecado,
« la creación ... fue sometida a la vanidad... gimiendo hasta el presente y
sufre dolores de parto » y « desea vivamente la revelación de los hijos de Dios
».43
14. Por eso Jesucristo dice en el Cenáculo: « Os conviene que yo me vaya
»; « Si me voy, os lo enviaré ».44 La
« partida » de Cristo a través de la Cruz tiene la fuerza de la Redención; y
esto significa también una nueva presencia del Espíritu de Dios en la creación:
el nuevo inicio de la comunicación de Dios al hombre por el Espíritu Santo. «
La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el
Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá Padre! », escribe el apóstol Pablo en
la Carta a los Gálatas.45 El
Espíritu Santo es el Espíritu del Padre, como atestiguan las
palabras del discurso de despedida en el Cenáculo. Es, al mismo tiempo, el
Espíritu del Hijo: es el Espíritu de Jesucristo, como
atestiguarán los apóstoles y especialmente Pablo de Tarso.46 Con
el envío de este Espíritu « a nuestros corazones » comienza a cumplirse lo que
« la creación desea vivamente », como leemos en la Carta a los Romanos.
El Espíritu viene a costa de la « partida » de Cristo.
Si esta « partida » causó la tristeza de los apóstoles,47 y
ésta debía llegar a su culmen en la pasión y muerte del Viernes Santo, a su vez
esta « tristeza se convertirá en gozo ».48 En
efecto, Cristo insertará en su « partida » redentora la gloria de la
resurrección y de la ascensión al Padre. Por tanto la tristeza, a través de la
cual aparece el gozo, es la parte que toca a los apóstoles en el marco de la «
partida » de su Maestro, una partida « conveniente », porque gracias a ella
vendría otro « Paráclito ».49 A
costa de la Cruz redentora y por la fuerza de todo el misterio pascual de
Jesucristo, el Espíritu Santo viene para quedar se desde el día de
Pentecostés con los Apóstoles, para estar con la Iglesia y en la
Iglesia y, por medio de ella, en el mundo. De este modo se
realiza definitivamente aquel nuevo inicio de la
comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo por obra de Jesucristo,
Redentor del Hombre y del mundo.
4. El Mesías ungido con el Espíritu Santo
15. Se realiza así completamente la misión del Mesías, que recibió la
plenitud del Espíritu Santo para el Pueblo elegido de Dios y para toda la
humanidad. « Mesías » literalmente significa « Cristo », es decir « ungido »; y
en la historia de la salvación significa « ungido con el Espíritu Santo ». Esta
era la tradición profética del Antiguo Testamento. Siguiéndola, Simón Pedro
dirá en casa de Cornelio: « Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea ...
después que Juan predicó el bautismo; como Dios a Jesús de Nazaret le ungió con
el Espíritu Santo y con poder ».50
Desde estas palabras de Pedro y otras muchas parecidas 51 conviene
remontarse ante todo a la profecía de Isaías, llamada a veces
« el quinto evangelio » o bien el « evangelio del Antiguo Testamento ».
Aludiendo a la venida de un personaje misterioso, que la revelación
neotestamentaria identificará con Jesús, Isaías relaciona la persona y su
misión con una acción especial del Espíritu de Dios, Espíritu del Señor. Dice
así el Profeta:
« Saldrá un vástago del tronco de Jesé
y un retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el espíritu del Señor:
espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y fortaleza,
espíritu de ciencia y de temor del Señor.
Y le inspirará en el temor del Señor ».52
y un retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el espíritu del Señor:
espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y fortaleza,
espíritu de ciencia y de temor del Señor.
Y le inspirará en el temor del Señor ».52
Este texto es importante para toda la pneumatología del Antiguo
Testamento, porque constituye como un puente entre el antiguo concepto bíblico
de « espíritu », entendido ante todo como « aliento carismático », y el « Espíritu » como
persona y como don, don para la persona. El Mesías de la estirpe de
David (« del tronco de Jesé ») es precisamente aquella persona sobre la que «
se posará » el Espíritu del Señor. Es obvio que en este caso todavía no se
puede hablar de la revelación del Paráclito; sin embargo, con aquella alusión
velada a la figura del futuro Mesías se abre, por decirlo de algún modo, la vía
sobre la que se prepara la plena revelación del Espíritu Santo en la unidad del
misterio trinitario, que se manifestará finalmente en la Nueva Alianza.
16. El Mesías es precisamente esta vía. En la Antigua Alianza la unción
era un símbolo externo del don del Espíritu. El Mesías (mucho más que cualquier
otro personaje ungido en la Antigua Alianza) es el único gran Ungido
por Dios mismo. Es el Ungido en el sentido de que posee la plenitud
del Espíritu de Dios. El mismo será también el mediador al conceder este
Espíritu a todo el Pueblo. En efecto, dice el Profeta con estas palabras:
« El Espíritu del Señor está sobre mí,
por cuanto que me ha ungido el Señor.
A anunciar la buena nueva a los pobres me ha a enviado,
a vendar los corazones rotos;
a pregonar a los cautivos la liberación,
y a los reclusos la libertad;
a pregonar año de gracia del Señor ».53
por cuanto que me ha ungido el Señor.
A anunciar la buena nueva a los pobres me ha a enviado,
a vendar los corazones rotos;
a pregonar a los cautivos la liberación,
y a los reclusos la libertad;
a pregonar año de gracia del Señor ».53
El Ungido es también enviado « con el Espíritu
del Señor ».
« Ahora el Señor Dios me envía con su espíritu».54
Según el libro de Isaías, el Ungido y el Enviado junto
con el Espíritu del Señor es también el Siervo elegido del Señor, sobre
el que se posa el Espíritu de Dios:
« He aquí a mi siervo a quien sostengo,
mi elegido en quien se complace mi alma.
He puesto mi espíritu sobre él ».55
mi elegido en quien se complace mi alma.
He puesto mi espíritu sobre él ».55
Se sabe que el Siervo del Señor es presentado en el Libro de
Isaías como el verdadero varón de dolores: el Mesías
doliente por los pecados del mundo.56 Y
a la vez es precisamente aquél cuya misión traerá verdaderos frutos de
salvación para toda la humanidad:
« Dictará ley a las naciones ... »; 57 y
será « alianza del pueblo y luz de las gentes ... »; 58 «
para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra ».59
Ya que:
« Mi espíritu que ha venido sobre ti
y mis palabras que he puesto en tus labios
no caerán de tu boca ni de la boca de tu descendencia
ni de la boca de la descendencia de tu descendencia,
dice el Señor, desde ahora y para siempre ».60
y mis palabras que he puesto en tus labios
no caerán de tu boca ni de la boca de tu descendencia
ni de la boca de la descendencia de tu descendencia,
dice el Señor, desde ahora y para siempre ».60
Los textos proféticos expuestos aquí deben ser leídos por nosotros a
la luz del Evangelio, como a su vez el Nuevo Testamento recibe una
particular clarificación por la admirable luz contenida en estos textos
veterotestamentarios. El profeta presenta al Mesías como aquél que viene
por el Espíritu Santo, como aquél que posee la plenitud de
este Espíritu en sí y, al mismo tiempo, para los demás, para
Israel, para todas las naciones y para toda la humanidad. La plenitud del
Espíritu de Dios está acompañada de múltiples dones, los de la salvación,
destinados de modo particular a los pobres y a los que sufren, a todos los que
abren su corazón a estos dones, a veces mediante las dolorosas experiencias de
su propia existencia, pero ante todo con aquella disponibilidad interior que
viene de la fe. Esto intuía el anciano Simeón, « hombre justo y piadoso » ya
que « estaba en él el Espíritu Santo », en el momento de la presentación de
Jesús en el Templo, cuando descubría en él la « salvación preparada a la vista
de todos los pueblos » a costa del gran sufrimiento —la Cruz— que había de
abrazar acompañado por su Madre.61 Esto
intuía todavía mejor la Virgen María, que « había concebido del Espíritu Santo
»,62 cuando
meditaba en su corazón los « misterios » del Mesías al que estaba asociada.63
17. Conviene subrayar aquí claramente que el « Espíritu del Señor », que
« se posa » sobre el futuro Mesías, es ante todo un don de Dios para la
persona de aquel Siervo del Señor. Pero éste no es una persona aislada
e independiente, porque actúa por voluntad del Señor en virtud de su decisión u
opción. Aunque a la luz de los textos de Isaías la actuación salvífica del
Mesías, Siervo del Señor, encierra en sí la acción del Espíritu que se
manifiesta a través de él mismo, sin embargo en el contexto veterotestamentario
no está sugerida la distinción de los sujetos o de las personas divinas, tal
como subsisten en el misterio trinitario y son reveladas luego en el Nuevo
Testamento. Tanto en Isaías como en el resto del Antiguo Testamento la
personalidad del Espíritu Santo está totalmente « escondida »: escondida
en la revelación del único Dios, así como también en el anuncio del futuro
Mesías.
18. Jesucristo se referirá a este anuncio, contenido
en las palabras de Isaías, al comienzo de su actividad mesiánica. Esto
acaecerá en Nazaret mismo donde había transcurrido treinta años de su vida en
la casa de José, el carpintero junto a María, su Madre Virgen. Cuando se
presentó la ocasión de tomar la palabra en la Sinagoga, abriendo el
libro de Isaías encontró el pasaje en que estaba escrito: « EL
Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto que me ha ungido el Señor » y
después de haber leído este fragmento dijo a los presentes: « Esta
Escritura que acabáis de oír, se ha cumplido hoy ».64 De
este modo confesó y proclamó ser el que « fue ungido » por el Padre, ser el
Mesías, es decir Cristo, en quien mora el Espíritu Santo como don de Dios
mismo, aquél que posee la plenitud de este Espíritu, aquél que marca el « nuevo
inicio » del don que Dios hace a la humanidad con el Espíritu.
5. Jesús de Nazaret « elevado » por el Espíritu Santo
19. Aunque en Nazaret, su patria, Jesús no es acogido como Mesías, sin
embargo, al comienzo de su actividad pública, su misión mesiánica por el
Espíritu Santo es revelada al pueblo por Juan el
Bautista. Este, hijo de Zacarías y de Isabel, anuncia en el Jordán la
venida del Mesías y administra el bautismo de penitencia. Dice al respecto: «
Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y yo no soy
digno de desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará en
Espíritu Santo y fuego ».65
Juan Bautista anuncia al Mesías-Cristo no sólo como el que « viene » por
el Espíritu Santo, sino también como el que « lleva » el Espíritu Santo, como
Jesús revelará mejor en el Cenáculo. Juan es aquí el eco fiel de las palabras
de Isaías, que en el antiguo Profeta miraban al futuro, mientras que en su
enseñanza a orillas del Jordán constituyen la introducción inmediata en la
nueva realidad mesiánica. Juan no es solamente un profeta sino también un
mensajero, es el precursor de Cristo. Lo que Juan anuncia se realiza a la vista
de todos. Jesús de Nazaret va al Jordán para recibir también el bautismo de
penitencia. Al ver que llega, Juan proclama: « He ahí el Cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo ».66 Dice
esto por inspiración del Espíritu Santo,67atestiguando
el cumplimiento de la profecía de Isaías. Al mismo tiempo
confiesa la fe en la misión redentora de Jesús de Nazaret. « Cordero de Dios »
en boca de Juan Bautista es una expresión de la verdad sobre el Redentor, no
menos significativa de la usada por Isaías: « Siervo del Señor ».
Así, por el testimonio de Juan en el Jordán, Jesús de Nazaret, rechazado
por sus conciudadanos, es elevado ante Israel como Mesías, es
decir « Ungido » con el Espíritu Santo. Y este testimonio es corroborado por
otro testimonio de orden superior mencionado por los Sinópticos. En efecto,
cuando todo el pueblo fue bautizado y mientras Jesús después de recibir el
bautismo estaba en oración, « se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu
Santo en forma corporal, como una paloma » 68 y
al mismo tiempo « vino una voz del cielo: Este es mi Hijo amado, en quien me
complazco ».69
Es una teofanía trinitaria que atestigua la exaltación
de Cristo con ocasión del bautismo en el Jordán, la cual no sólo confirma el
testimonio de Juan Bautista, sino que descubre una dimensión todavía más
profunda de la verdad sobre Jesús de Nazaret como Mesías. El Mesías es
el Hijo predilecto del Padre. Su exaltación solemne no se reduce a la
misión mesiánica del « Siervo del Señor ». A la luz de la teofanía del Jordán,
esta exaltación alcanza el misterio de la Persona misma del Mesías. El es
exaltado porque es el Hijo de la divina complacencia. La voz de lo alto dice: «
mi Hijo ».
20. La teofanía del Jordán ilumina sólo fugazmente el misterio de Jesús
de Nazaret cuya actividad entera se desarrollará bajo la presencia viva del
Espíritu Santo.70 Este
misterio habría sido manifestado por Jesús mismo y confirmado gradualmente a
través de todo lo que « hizo y enseñó ».71 En
la línea de esta enseñanza y de los signos mesiánicos que Jesús hizo antes de
llegar al discurso de despedida en el Cenáculo, encontramos unos
acontecimientos y palabras que constituyen momentos particularmente importantes
de esta progresiva revelación. Así el evangelista Lucas, que ya ha presentado a
Jesús « lleno de Espíritu Santo » y « conducido por el Espíritu en el desierto
»,72 nos
hace saber que, después del regreso de los setenta y dos discípulos de la
misión confiada por el Maestro,73 mientras
llenos de gozo narraban los frutos de su trabajo, « en aquel momento, se llenó
de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: "Yo te bendigo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios
e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido
tu beneplácito" ».74 Jesús
se alegra por la paternidad divina, se alegra porque le ha sido posible revelar
esta paternidad; se alegra, finalmente, por la especial irradiación de esta
paternidad divina sobre los « pequeños ». Y el evangelista califica todo esto
como « gozo en el Espíritu Santo ».
Este « gozo », en cierto modo, impulsa a Jesús a decir todavía: « Todo
me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quien es el
Hijo sino el Padre; y quien es el Padre sino el Hijo, y aquél a quien se lo
quiera revelar ».75
21. Lo que durante la teofanía del Jordán vino en cierto modo « desde
fuera », desde lo alto aquí proviene « desde dentro », es decir, desde
la profundidad de lo que es Jesús. Es otra revelación del Padre y del
Hijo, unidos en el Espíritu Santo. Jesús habla solamente de la paternidad de
Dios y de su propia filiación; no habla directamente del Espíritu que es amor
y, por tanto, unión del Padre y del Hijo. Sin embargo, lo que dice del
Padre y de sí como Hijo brota de la plenitud del Espíritu que está en
él y que se derrama en su corazón, penetra su mismo « yo », inspira y vivifica
profundamente su acción. De ahí aquel « gozarse en el Espíritu Santo ». La
unión de Cristo con el Espíritu Santo, de la que tiene perfecta conciencia, se
expresa en aquel « gozo », que en cierto modo hace « perceptible » su fuente
arcana. Se da así una particular manifestación y exaltación, que es propia del
Hijo del Hombre, de Cristo-Mesías, cuya humanidad pertenece a la persona del
Hijo de Dios, substancialmente uno con el Espíritu Santo en la divinidad.
En la magnífica confesión de la paternidad de Dios, Jesús de Nazaret
manifiesta también a sí mismo su « yo » divino; efectivamente, él es el Hijo
« de la misma naturaleza », y por tanto « nadie conoce quien
es el Hijo sino el Padre; y quien es el Padre sino el Hijo », aquel Hijo que «
por nosotros los hombres y por nuestra salvación » se hizo hombre por obra del
Espíritu Santo y nació de una virgen, cuyo nombre era María
6. Cristo resucitado dice: « Recibid el Espíritu Santo »
22. Gracias a su narración Lucas nos acerca a la verdad contenida en el
discurso del Cenáculo. Jesús de Nazaret, « elevado » por el Espíritu Santo,
durante este discurso-coloquio, se manifiesta como el que « trae » el
Espíritu, como el que debe llevarlo y « darlo » a los apóstoles y a la
Iglesia a costa de su « partida » a través de la cruz.
El verbo « traer » aquí quiere decir, ante todo, « revelar ».
En el Antiguo Testamento, desde el Libro del Génesis, el
espíritu de Dios fue de alguna manera dado a conocer primero como « soplo »
de Dios que da vida, como « soplo vital » sobrenatural. En
el libro de Isaías es presentado como un « don »
para la persona del Mesías, como el que se posa sobre él, para guiar
interiormente toda su actividad salvífica. Junto al Jordán, el anuncio de
Isaías ha tomado una forma concreta: Jesús de Nazaret es el que viene
por el Espíritu Santo y lo trae como don propio de su misma persona, para
comunicarlo a través de su humanidad: « El os bautizará en Espíritu Santo ».76 En
el Evangelio de Lucas se encuentra confirmada y enriquecida esta revelación del
Espíritu Santo, como fuente íntima de la vida y acción
mesiánica de Jesucristo.
A la luz de lo que Jesús dice en el discurso del Cenáculo, el Espíritu
Santo es revelado de una manera nueva y más plena. Es no sólo el don a
la persona (a la persona del Mesías), sino que es una
Persona-don. Jesús anuncia su venida como la de « otro Paráclito », el
cual, siendo el Espíritu de la verdad, guiará a los apóstoles y a la Iglesia «
hacia la verdad completa ».77 Esto
se realizará en virtud de la especial comunión entre el Espíritu Santo y
Cristo: « Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros ».78 Esta
comunión tiene su fuente primaria en el Padre: « Todo
lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho: que recibirá de lo mío y os
lo anunciará a vosotros ».79 Procediendo
del Padre, el Espíritu Santo es enviado por el Padre.80 El
Espíritu Santo ha sido enviado antes como don para el Hijo que
se ha hecho hombre, para cumplir las profecías mesiánicas. Según el texto
joánico, después de la « partida » de Cristo-Hijo, el Espíritu Santo « vendrá » directamente —es
su nueva misión— a completar la obra del Hijo. Así llevará a término la nueva
era de la historia de la salvación.
23. Nos encontramos en el umbral de los acontecimientos pascuales. La
revelación nueva y definitiva del Espíritu Santo como Persona, que es el
don, se realiza precisamente en este momento Los acontecimientos
pascuales —pasión, muerte y resurrección de Cristo— son también
el tiempo de la nueva venida del Espíritu Santo, como
Paráclito y Espíritu de la verdad. Son el tiempo del « nuevo inicio » de la
comunicación de Dios uno y trino a la humanidad en el Espíritu Santo, por obra
de Cristo Redentor. Este nuevo inicio es la redención del mundo: « Tanto amó
Dios al mundo que dio a su Hijo único ».81 Ya
en el « dar » el Hijo, en este don del Hijo, se expresa la
esencia más profunda de Dios, el cual, como Amor, es la fuente inagotable de
esta dádiva. En el don hecho por el Hijo se completan la
revelación y la dádiva del amor eterno: el Espíritu Santo, que
en la inescrutable profundidad de la divinidad es una Persona-don, por obra del
Hijo, es decir, mediante el misterio pascual es dado de un modo nuevo a los
apóstoles y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la humanidad y al mundo
entero.
24. La expresión definitiva de este misterio tiene lugar el día
de la Resurrección. Este día, Jesús de Nazaret, « nacido del linaje de
David », como escribe el apóstol Pablo, es « constituido Hijo de Dios con
poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos
».82 Puede
decirse, por consiguiente, que la « elevación » mesiánica de Cristo por el
Espíritu Santo alcanza su culmen en la Resurrección, en la cual se revela
también como Hijo de Dios, « lleno de poder ». Y este poder,
cuyas fuentes brotan de la inescrutable comunión trinitaria, se manifiesta ante
todo en el hecho de que Cristo resucitado, si por una parte realiza la promesa
de Dios expresada ya por boca del Profeta: « Os daré un corazón nuevo,
infundiré en vosotros un espíritu nuevo, ... mi espíritu »,83 por
otra cumple su misma promesa hecha a los apóstoles con las palabras: a Si me
voy, os lo enviaré ».84 Es
él: el Espíritu de la verdad, el Paráclito enviado por Cristo resucitado para
transformarnos en su misma imagen de resucitado.85
« Al atardecer de aquel primer día de la semana, estando cerradas, por
miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos,
se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz con vosotros".
Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de
ver al Señor. Jesús repitió: "La paz con vosotros. Como el Padre me envió,
también yo os envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
"Recibid el Espíritu Santo" ».86
Todos los detalles de este texto-clave del Evangelio de Juan tienen su
elocuencia, especialmente si los releemos con referencia a las palabras
pronunciadas en el mismo Cenáculo al comienzo de los acontecimientos pascuales.
Tales acontecimientos —el triduo sacro de Jesús, que el Padre
ha consagrado con la unción y enviado al mundo— alcanzan ya su cumplimiento.
Cristo, que « había entregado el espíritu en la cruz »87 como
Hijo del hombre y Cordero de Dios, una vez resucitado va donde los apóstoles
para « soplar sobre ellos » con el poder del que habla la Carta a los
Romanos.88 La
venida del Señor llena de gozo a los presentes: « Su tristeza se convierte en
gozo »,89 como
ya había prometido antes de su pasión. Y sobre todo se verifica el principal
anuncio del discurso de despedida: Cristo resucitado, como si preparara una
nueva creación, « trae » el Espíritu Santo a los
apóstoles. Lo trae a costa de su « partida »; les da este Espíritu
como a través de las heridas de su crucifixión: « les mostró las manos y el
costado ». En virtud de esta crucifixión les dice: « Recibid el Espíritu Santo
».
Se establece así una relación profunda entre el envío del Hijo y
el del Espíritu Santo. No se da el envío del Espíritu Santo (después
del pecado original) sin la Cruz y la Resurrección: « Si no me voy, no vendrá a
vosotros el Paráclito ».90 Se
establece también una relación íntima entre la misión del Espíritu
Santo y la del Hijo en la Redención. La misión del Hijo, en cierto
modo, encuentra su « cumplimiento » en la Redención: « Recibirá de lo mío y os
lo anunciará a vosotros ».91 La Redención es
realizada totalmente por el Hijo, el Ungido, que ha venido y actuado con el
poder del Espíritu Santo, ofreciéndose finalmente en sacrificio supremo sobre
el madero de la Cruz. Y esta Redención, al mismo tiempo, es realizada
constantemente en los corazones y en las conciencias humanas —en la
historia del mundo— por el Espíritu Santo, que es el « otro Paráclito ».
7. El Espíritu Santo y la era de la Iglesia
25. « Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la
tierra (cf. Jn 17, 4) fue enviado el Espíritu Santo el
día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y para
que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un
mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18). El es el Espíritu de vida o la
fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14;
7, 38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado,
hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rom 8,
10-11 ) ».92
De este modo el Concilio Vaticano II habla del nacimiento de la Iglesia
el día de Pentecostés. Tal acontecimiento constituye la manifestación
definitiva de lo que se había realizado en el mismo Cenáculo el domingo de
Pascua. Cristo resucitado vino y « trajo » a los apóstoles el Espíritu Santo.
Se lo dio diciendo: « Recibid el Espíritu Santo ». Lo que había sucedido entonces
en el interior del Cenáculo, « estando las puertas cerradas », más
tarde, el día de Pentecostés es manifestado también al exterior, ante los
hombres. Se abren las puertas del Cenáculo y los apóstoles se dirigen a los
habitantes y a los peregrinos venidos a Jerusalén con ocasión de la fiesta,
para dar testimonio de Cristo por el poder del Espíritu Santo. De este modo se
cumple el anuncio: « El dará testimonio de mí. Pero también
vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio
».93
Leemos en otro documento del Vaticano II: « El Espíritu Santo obraba ya,
sin duda, en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el
día de Pentecostés descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos
para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; comenzó la
difusión del Evangelio por la predicación entre los paganos ».94
La era de la Iglesia empezó con la « venida », es decir, con la bajada del Espíritu Santo
sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la
Madre del Señor.95 Dicha
era empezó en el momento en que las promesas y las profecías, que
explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la verdad, comenzaron a
verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los apóstoles, determinando
así el nacimiento de la Iglesia. De esto hablan ampliamente y en muchos pasajes
los Hechos de los Apóstoles de los cuáles resulta que, según
la conciencia de la primera comunidad , cuyas convicciones expresa Lucas, el
Espíritu Santo asumió la guía invisible —pero en cierto modo
«perceptible»— de quienes, después de la partida del Señor Jesús, sentían
profundamente que habían quedado huérfanos. Estos, con la venida del Espíritu
Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había confiado.
Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el Espíritu
Santo, y lo sigue obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores.
Pues la gracia del Espíritu Santo, que los apóstoles dieron a sus colaboradores
con la imposición de las manos, sigue siendo transmitida en la ordenación
episcopal. Luego los Obispos, con el sacramento del Orden hacen partícipes de
este don espiritual a los ministros sagrados y proveen a que, mediante el
sacramento de la Confirmación, sean corroborados por él todos los renacidos por
el agua y por el Espíritu; así, en cierto modo, se perpetúa en la Iglesia la
gracia de Pentecostés.
Como escribe el Concilio, «el Espíritu habita en la Iglesia y
en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Cor 3, 16; 6,19), y en
ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Gál 4,
6; Rom 8, 15-16.26). Guía a la Iglesia a
toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en
comunión y misterio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y
carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4,
11-12; 1 Cor 12, 4; Gál 5, 22) con la fuerza
del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente
y la conduce a la unión consumada con su Esposo ».96
26. Los pasajes citados por la Constitución conciliar Lumen gentium nos indica que, con la
venida del Espíritu Santo, empezó la era de la Iglesia. Nos indican también que
esta era, la era de la Iglesia, perdura. Perdura a través
de los siglos y las generaciones. En nuestro siglo en el que la humanidad
se está acercando al final del segundo milenio después de Cristo, esta «era de
la Iglesia», se ha manifestado de manera especial por medio del Concilio
Vaticano II, como concilio de nuestro siglo. En efecto, se sabe que
éste ha sido especialmente un concilio « eclesiológico », un concilio
sobre el tema de la Iglesia. Al mismo tiempo, la enseñanza de este
concilio es esencialmente « pneumatológica », impregnada por la verdad
sobre el Espíritu Santo, como alma de la Iglesia. Podemos decir que el
Concilio Vaticano II en su rico magisterio contiene propiamente todo lo « que
el Espíritu dice a las Iglesias » 97 en
la fase presente de la historia de la salvación.
Siguiendo la guía del Espíritu de la verdad y dando testimonio junto con
él, el Concilio ha dado una especial ratificación de la presencia del
Espíritu Santo Paráclito. En cierto modo, lo ha hecho nuevamente «
presente » en nuestra difícil época. A la luz de esta convicción se comprende
mejor la gran importancia de todas las iniciativas que miran a la realización
del Vaticano II, de su magisterio y de su orientación pastoral y ecuménica. En
este sentido deben ser también consideradas y valoradas las sucesivas Asambleas
del Sínodo de los Obispos, que tratan de hacer que los frutos de la
verdad y del amor —auténticos frutos del Espíritu Santo— sean un bien duradero
del Pueblo de Dios en su peregrinación terrena en el curso de los siglos. Es
indispensable este trabajo de la Iglesia orientado a la verificación y
consolidación de los frutos salvíficos del Espíritu, otorgados en el Concilio.
A este respecto conviene saber « discernirlos » atentamente de todo lo que
contrariamente puede provenir sobre todo del « príncipe de este mundo ».98 Este
discernimiento es tanto más necesario en la realización de la obra del Concilio
ya que se ha abierto ampliamente al mundo actual, como aparece
claramente en las importantes Constituciones conciliares Gaudium et spes y Lumen gentium.
Leemos en la Constitución pastoral: « La comunidad cristiana (de los
discípulos de Cristo) está integrada por hombres que, reunidos en Cristo son
guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre y han
recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La
Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del
género humano y de su historia ».99 «
Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las
aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia
plenamente con solos los elementos terrenos ».100 «
El Espíritu de Dios ... con admirable providencia guía el curso de los
tiempos y renueva la faz de la tierra ».101
II PARTE - EL ESPÍRITU QUE CONVENCE
AL MUNDO
EN LO REFERENTE AL PECADO
EN LO REFERENTE AL PECADO
1. Pecado, justicia y juicio
27. Cuando Jesús, durante el discurso del Cenáculo, anuncia la venida
del Espíritu Santo « a costa » de su partida y promete: « Si me voy, os lo
enviaré », precisamente en el mismo contexto añade: « Y cuando él venga,
convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y
en lo referente al juicio ».102 El
mismo Paráclito y Espíritu de la verdad, —que ha sido prometido como el que «
enseñará » y « recordará », que « dará testimonio », que « guiará hasta la
verdad completa »—, con las palabras citadas ahora es anunciado como el que «
convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y
en lo referente al juicio ».
Significativo parece también el contexto Jesús
relaciona este anuncio del Espíritu Santo con las palabras que indican su
propia « partida » a través de la Cruz, e incluso subraya su necesidad: « Os
conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito
».103
Pero lo más interesante es la explicación que Jesús añade a
estas palabras: pecado, justicia, juicio. Dice en efecto: « El convencerá al
mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo
referente al juicio; en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo
referente a la justicia, porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo
referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado ».104
En el pensamiento de Jesús el pecado, la justicia y el juicio
tienen un sentido muy preciso, distinto del que quizás alguno
sería propenso a atribuir a estas palabras, independientemente de la
explicación de quien habla. Esta explicación indica también cómo conviene
entender aquel « convencer al mundo », que es propio de la acción del Espíritu
Santo. Aquí es importante tanto el significado de cada palabra, como el hecho
de que Jesús las haya unido entre sí en la misma frase.
En este pasaje « el pecado », significa la incredulidad
que Jesús encontró entre los « suyos », empezando por sus conciudadanos de
Nazaret. Significa el rechazo de su misión que llevará a los hombres a
condenarlo a muerte. Cuando seguidamente habla de « la justicia »,
Jesús parece que piensa en la justicia definitiva, que el Padre le dará
rodeándolo con la gloria de la resurrección y de la ascensión al cielo: « Voy
al Padre ». A su vez, en el contexto del « pecado » y de la « justicia »
entendidos así, « el juicio » significa que el Espíritu de la
verdad demostrará la culpa del « mundo » en la condena de Jesús a la muerte en
Cruz. Sin embargo, Cristo no vino al mundo sólo para juzgarlo y
condenarlo: él vino para salvarlo.105 El
convencer en lo referente al pecado y a la justicia tiene como finalidad la
salvación del mundo y la salvación de los hombres. Precisamente esta verdad
parece estar subrayada por la afirmación de que « el juicio » se
refiere solamente al « Príncipe de este mundo », es decir,
Satanás, el cual desde el principio explota la obra de la creación contra la
salvación, contra la alianza y la unión del hombre con Dios: él está « ya
juzgado » desde el principio. Si el Espíritu Paráclito debe convencer al mundo
precisamente en lo referente al juicio, es para continuar en él la obra
salvífica de Cristo.
28. Queremos concentrar ahora nuestra atención principalmente sobre esta
misión del Espíritu Santo, que consiste en « convencer al mundo en lo
referente al pecado », pero respetando al mismo tiempo el contexto de
las palabras de Jesús en el Cenáculo. El Espíritu Santo, que recibe del Hijo la
obra de la Redención del mundo, recibe con ello mismo la tarea del salvífico «
convencer en lo referente al pecado ». Este convencer se refiere
constantemente a la « justicia », es decir, a la
salvación definitiva en Dios, al cumplimiento de la economía que tiene como
centro a Cristo crucificado y glorificado. Y esta economía salvífica de
Dios sustrae, en cierto modo, al hombre del « juicio, o sea de
la condenación », con la que ha sido castigado el pecado de Satanás, «
Príncipe de este mundo », quien por razón de su pecado se ha convertido en «
dominador de este mundo tenebroso » 106 y
he aquí que, mediante esta referencia al « juicio », se abren amplios horizontes
para la comprensión del « pecado » así como de la « justicia ». El Espíritu
Santo, al mostrar en el marco de la Cruz de Cristo « el pecado » en
la economía de la salvación (podría decirse « el pecado salvado »), hace
comprender que su misión es la de « convencer » también en lo referente al
pecado que ya ha sido juzgado definitivamente (« el pecado condenado »).
29. Todas las palabras, pronunciadas por el Redentor en el Cenáculo la
víspera de su pasión, se inscriben en la era de la Iglesia:ante
todo, las dichas sobre el Espíritu Santo como Paráclito y Espíritu de la
verdad. Estas se inscriben en ella de un modo siempre nuevo a lo largo de cada
generación y de cada época. Esto ha sido confirmado, respecto a nuestro siglo,
por el conjunto de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, especialmente en
la Constitución pastoral « Gaudium et spes ». Muchos pasajes de
este documento señalan con claridad que el Concilio, abriéndose a la luz del
Espíritu de la verdad, se presenta como el auténtico depositario de
los anuncios y de las promesas hechas por Cristo a los apóstoles y a la Iglesia
en el discurso de despedida; de modo particular, del anuncio, según el cual el
Espíritu Santo debe « convencer al mundo en lo referente al pecado, en lo
referente a la justicia y en lo referente al juicio ».
Esto lo señala ya el texto en el que el Concilio explica cómo
entiende el « mundo »: « Tiene, pues,
ante sí la Iglesia (el Concilio mismo) al mundo, esto es la entera familia
humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el
mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el
mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del
Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado
por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del
demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y
llegue a su consumación ».107 Respecto
a este texto tan sintético es necesario leer en la misma Constitución otros
pasajes, que tratan de mostrar con todo el realismo de la fe la
situación del pecado en el mundo contemporáneo y explicar también su esencia
partiendo de diversos puntos de vista.108
Cuando Jesús, la víspera de Pascua, habla del Espíritu Santo, que «
convencerá al mundo en lo referente al pecado », por un lado se debe dar a esta
afirmación el alcance más amplio posible, porque comprende el
conjunto de los pecados en la historia de la humanidad. Por otro lado, sin
embargo, cuando Jesús explica que este pecado consiste en el hecho de que « no
creen en él », este alcance parece reducirse a los que
rechazaron la misión mesiánica del Hijo del Hombre, condenándole a la muerte de
Cruz. Pero es difícil no advertir que este aspecto más « reducido » e
históricamente preciso del significado del pecado se extienda hasta asumir un
alcance universal por la universalidad de la Redención, que
se ha realizado por medio de la Cruz. La revelación del misterio de la
Redención abre el camino a una comprensión en la que cada pecado, realizado
en cualquier lugar y momento, hace referencia a la Cruz de Cristo y por tanto,
indirectamente también al pecado de quienes « no han creído en él », condenando
a Jesucristo a la muerte de Cruz.
Desde este punto de vista es conveniente volver al acontecimiento de
Pentecostés.
2. El testimonio del día de Pentecostés
30. El día de Pentecostés encontraron su más exacta y directa confirmación
los anuncios de Cristo en el discurso de despedida y, en particular,
el anuncio del que estamos tratando: « El Paráclito... convencerá al mundo en
la referente al pecado ». Aquel día, sobre los apóstoles recogidos en oración junto
a María, Madre de Jesús, bajó el Espíritu Santo prometido, como
leemos en los Hechos de los Apóstoles: « Quedaron
todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según
el Espíritu les concedía expresarse »,109 «
volviendo a conducir de este modo a la unidad las razas dispersas, ofreciendo
al Padre las primicias de todas las naciones ».110
Es evidente la relación entre este acontecimiento y el anuncio de
Cristo. En él descubrimos el primero y fundamental cumplimiento de la promesa
del Paráclito. Este viene, enviado por el Padre, « después » de
la partida de Cristo, como « precio » de
ella. Esta es primero una partida a través de la muerte de Cruz, y luego,
cuarenta días después de la resurrección, con su ascensión al Cielo. Aún en el
momento de la Ascensión Jesús mandó a los apóstoles « que no se ausentasen de
Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre »; « seréis bautizados
en el Espíritu Santo dentro de pocos días »; « recibiréis la fuerza
del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra ».111
Estas palabras últimas encierran un eco o un recuerdo del anuncio hecho
en el Cenáculo. Y el día de Pentecostés este anuncio se cumple fielmente.
Actuando bajo el influjo del Espíritu Santo, recibido por los apóstoles durante
la oración en el Cenáculo ante una muchedumbre de diversas lenguas congregada
para la fiesta, Pedro se presenta y habla. Proclama lo que
ciertamente no habría tenido el valor de decir anteriormente: «
Israelitas ... Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios entre vosotros con
milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros... a
éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de
Dios, vosotros lo matasteis clavándole en la cruz por mano de
los impíos; a éste, pues, Dios lo resucitó librándole de los dolores de la
muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio ».112
Jesús había anunciado y prometido: « El dará testimonio de mí... pero
también vosotros daréis testimonio ». En el primer discurso de Pedro en
Jerusalén este « testimonio » encuentra su claro comienzo: es
el testimonio sobre Cristo crucificado y resucitado. El testimonio del Espíritu
Paráclito y de los apóstoles. Y en el contenido mismo de aquel primer
testimonio, el Espíritu de la verdad por boca de Pedro « convence al
mundo en lo referente al pecado »: ante todo, respecto al
pecado que supone el rechazo de Cristo hasta la condena a muerte y hasta la
Cruz en el Gólgota. Proclamaciones de contenido similar se repetirán, según el
libro de los Hechos de los Apóstoles, en otras ocasiones y en
distintos lugares.113
31. Desde este testimonio inicial de Pentecostés, la acción del Espíritu
de la verdad, que « convence al mundo en lo referente al pecado » del
rechazo de Cristo, está vinculada de manera inseparable al
testimonio del misterio pascual: misterio del Crucificado y
Resucitado. En esta vinculación el mismo « convencer en lo referente
al pecado » manifiesta la propia dimensión salvífica. En efecto, es un «
convencimiento » que no tiene como finalidad la mera acusación del
mundo, ni mucho menos su condena. Jesucristo no ha venido al
mundo para juzgarlo y condenarlo, sino para salvarlo.114 Esto
está ya subrayado en este primer discurso cuando Pedro exclama: « Sepa, pues,
con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a
este Jesús a quien vosotros habéis crucificado ».115 Y
a continuación, cuando los presentes preguntan a Pedro y a los demás apóstoles:
« ¿Qué hemos de hacer, hermanos? » él les responde: « Convertíos y que cada uno
de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión
de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo ».116
De este modo el « convencer en lo referente al pecado »
llega a ser a la vez un convencer sobre la remisión de los
pecados, por virtud del Espíritu Santo. Pedro en su discurso de
Jerusalén exhorta a la conversión, como Jesús exhortaba a sus oyentes al
comienzo de su actividad mesiánica.117 La
conversión exige la convicción del pecado, contiene en sí el
juicio interior de la conciencia, y éste, siendo una verificación de la acción
del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo
tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: a Recibid el
Espíritu Santo ».118 Así
pues en este « convencer en lo referente al pecado » descubrimos una
doble dádiva: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza
de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito. El convencer en lo
referente al pecado, mediante el ministerio de la predicación apostólica en la
Iglesia naciente, es relacionado —bajo el impulso del Espíritu
derramado en Pentecostés— con el poder redentor de Cristo
crucificado y resucitado. De este modo se cumple la promesa referente al
Espíritu Santo hecha antes de Pascua: « recibirá de lo mío y os lo anunciará a
vosotros ». Por tanto, cuando Pedro, durante el acontecimiento de Pentecostés,
habla del pecado de aquellos que « no creyeron » 119 y
entregaron a una muerte ignominiosa a Jesús de Nazaret, da testimonio de la
victoria sobre el pecado; victoria que se ha alcanzado, en cierto modo,
mediante el pecado más grande que el hombre podía cometer: la muerte de
Jesús, Hijo de Dios, consubstancial al Padre. De modo parecido, la
muerte del Hijo de Dios vence la muerte humana: « Seré tu muerte, oh muerte ».120 Como
el pecado de haber crucificado al Hijo de Dios « vence » el
pecado humano. Aquel pecado que se consumó el día de Viernes Santo en
Jerusalén y también cada pecado del hombre. Pues, al pecado más grande del
hombre corresponde, en el corazón del Redentor, la oblación del amor
supremo, que supera el mal de todos los pecados de los hombres. En
base a esta creencia, la Iglesia en la liturgia romana no duda en repetir cada
año, en el transcurso de la vigilia Pascual, « Oh feliz culpa », en
el anuncio de la resurrección hecho por el diácono con el canto del « Exsultet ».
32. Sin embargo, de esta verdad inefable nadie puede « convencer
al mundo », al hombre y a la conciencia humana , sino es el
Espíritu de la verdad. El es el Espíritu que « sondea hasta las
profundidades de Dios ».121 Ante
el misterio del pecado se deben sondear totalmente « las
profundidades de Dios ». No basta sondear la conciencia humana, como misterio
íntimo del hombre, sino que se debe penetrar en el misterio íntimo de Dios, en
aquellas « profundidades de Dios » que se resumen en la síntesis: al
Padre, en el Hijo, por medio del Espíritu Santo. Es precisamente el
Espíritu Santo que las « sondea » y de ellas saca la respuesta de
Dios al pecado del hombre. Con esta respuesta se cierra el
procedimiento de « convencer en lo referente al pecado », como pone en
evidencia el acontecimiento de Pentecostés.
Al convencer al « mundo » del pecado del Gólgota —la muerte del Cordero
inocente—, como sucede el día de Pentecostés, el Espíritu Santo convence
también de todo pecado cometido en cualquier lugar y momento de la historia del
hombre, pues demuestra su relación con la cruz de Cristo. El «
convencer » es la demostración del mal del pecado, de todo pecado en relación
con la Cruz de Cristo. El pecado, presentado en esta relación, es reconocido
en la dimensión completa del mal, que le es característica por el «
misterio de la impiedad » 122 que
contiene y encierra en sí. El hombre no conoce esta dimensión, —no la conoce
absolutamente— fuera de la Cruz de Cristo. Por consiguiente, no puede ser «
convencido » de ello sino es por el Espíritu Santo: Espíritu de la
verdad y, a la vez, Paráclito.
En efecto, el pecado, puesto en relación con la Cruz de Cristo, al mismo
tiempo es identificado por la plena dimensión del « misterio
de la piedad »,123 como
ha señalado la Exhortación Apostólica postsinodal « Reconciliatio et paenitentia ».124 El
hombre tampoco conoce absolutamente esta dimensión del pecado fuera de la Cruz
de Cristo. Y tampoco puede ser « convencido » de ella sino es por el
Espíritu Santo: por el cual sondea las profundidades de Dios.
3. El testimonio del principio: la realidad originaria del
pecado
33. Es la dimensión del pecado que encontramos en el testimonio del principio,
recogido en el Libro del Génesis. 125 Es
el pecado que, según la palabra de Dios revelada, constituye el
principio y la raíz de todos los demás. Nos encontramos ante la
realidad originaria del pecado en la historia del hombre y, a la vez, en el
conjunto de la economía de la salvación. Se puede decir que en este pecado
comienza el misterio de la impiedad, pero que también este es
el pecado, respecto al cual el poder redentor del misterio de la
piedad llega a ser particularmente transparente y eficaz. Esto lo
expresa San Pablo, cuando a la « desobediencia » del
primer Adán contrapone la « obediencia » de
Cristo, segundo Adán: « La obediencia hasta la muerte ».126
Según el testimonio de del principio, el pecado en su realidad
originaria se dio en la voluntad —y en la conciencia— del hombre, ante todo,
como « desobediencia », es decir, como oposición de la voluntad del hombre a la
voluntad de Dios. Esta desobediencia originaria presupone el rechazo o, por lo
menos, el alejamiento de la verdad contenida en la Palabra de
Dios, que crea el mundo. Esta Palabra es el mismo Verbo, que « en el principio
estaba en Dios » y que « era Dios » y sin él no se hizo nada de cuanto existe
», porque « el mundo fue hecho por él ».127 El
Verbo es también ley eterna, fuente de toda ley, que regula el mundo y, de modo
especial, los actos humanos. Pues, cuando Jesús, la víspera de su pasión, habla
del pecado de los que « no creen en él », en estas palabras
suyas llenas de dolor encontramos como un eco lejano de aquel
pecado, que en su forma originaria se inserta oscuramente
en el misterio mismo de la creación. El que habla, pues, es no sólo el Hijo del
hombre, sino que es también el « Primogénito de toda la creación », « en él
fueron creadas todas las cosas ... todo fue creado por él y para él ». 128 A
la luz de esta verdad se comprende que la « desobediencia », en el misterio del
principio, presupone en cierto modo la misma « no-fe », aquel mismo « no
creyeron » que volverá a repetirse ante el misterio pascual. Como
hemos dicho ya, se trata del rechazo o, por lo menos, del alejamiento de la
verdad contenida en la Palabra del Padre. El rechazo se expresa prácticamente
como « desobediencia », en un acto realizado como efecto de la tentación, que
proviene del « padre de la mentira ».129 Por
tanto, en la raíz del pecado humano está la mentira como radical rechazo
de la verdad contenida en el Verbo del Padre, mediante el cual se
expresa la amorosa omnipotencia del Creador: la omnipotencia y a la vez el amor
de Dios Padre, « creador de cielo y tierra ».
34. El « espíritu de Dios », que según la descripción
bíblica de la creación « aleteaba por encima de las aguas »,130 indica
el mismo « Espíritu que sondea hasta las profundidades de Dios », sondea
las profundidades del Padre y del Verbo-Hijo en el misterio de la
creación. No sólo es el testigo directo de su mutuo amor, del que deriva la
creación, sino que él mismo es este amor. El mismo, como amor, es el eterno don
increado. En él se encuentra la fuente y el principio de toda dádiva a
las criaturas. El testimonio del principio, que encontramos en toda la
revelación comenzando por el Libro del Génesis, es unívoco al
respecto. Crear quiere decir llamar a la existencia desde la nada; por tanto,
crear quiere decir dar la existencia. Y si el mundo visible es
creado para el hombre, por consiguiente el mundo es dado al hombre.131 Y
contemporáneamente el mismo hombre en su propia humanidad recibe como don una
especial « imagen y semejanza » de Dios. Esto
significa no sólo racionalidad y libertad como propiedades constitutivas de la
naturaleza humana, sino además, desde el principio, capacidad de una relación
personal con Dios, como « yo » y « tú » y, por consiguiente, capacidad
de alianza que tendrá lugar con la comunicación salvífica de Dios al
hombre. En el marco de la « imagen y semejanza » de Dios, « el don del Espíritu
» significa, finalmente, una llamada a la amistad, en la que
las trascendentales « profundidades de Dios » están abiertas, en cierto modo, a
la participación del hombre. El Concilio Vaticano II enseña: « Dios invisible
(cf. Col 1, 15; 1 Tim 1, 17) movido de amor, habla
a los hombres como amigos, trata con ellos (cf. Bar 3, 38)
para invitarlos y recibirlos en su compañía ».132
35. Por consiguiente, el Espíritu, que « todo lo sondea, hasta las
profundidades de Dios », conoce desde el principio « lo íntimo del hombre.133 Precisamente
por esto sólo él puede plenamente « convencer en lo
referente al pecado » que se dio en el principio, pecado
que es la raíz de todos los demás y el foco de la pecaminosidad del hombre en
la tierra, que no se apaga jamás. El Espíritu de la verdad conoce la realidad
originaria del pecado, causado en la voluntad del hombre por obra del « padre
de la mentira » —de aquél que ya « está juzgado »—.134 EL
Espíritu Santo convence, por tanto, al mundo en lo referente al pecado en
relación a este « juicio », pero constantemente guiando hacia la « justicia »
que ha sido revelada al hombre junto con la Cruz de Cristo, mediante « la
obediencia hasta la muerte ».135
Sólo el Espíritu Santo puede convencer en lo referente al pecado del
principio humano, precisamente el que es amor del Padre y del Hijo, el que es
don, mientras el pecado del principio humano consiste en la mentira y
en el rechazo del don y del amor que influyen definitivamente sobre el
principio del mundo y del hombre.
36. Según el testimonio del principio, que encontramos en la Escritura y
en la Tradición, después de la primera (y a la vez más completa)
descripción del Génesis, el pecado en su forma originaria es
entendido como « desobediencia », lo que significa simple y directamente trasgresión
de una prohibición puesta por Dios.136 Pero
a la vista de todo el contexto es también evidente que las raíces de esta
desobediencia deben buscarse profundamente en toda la situación real del
hombre. Llamado a la existencia, el ser humano —hombre o mujer— es una
criatura. La « imagen de Dios », que consiste en la racionalidad y en la
libertad, demuestra la grandeza y la dignidad del sujeto humano, que es
persona. Pero este sujeto personal es también una
criatura: en su existencia y esencia depende del Creador. Según el Génesis, «
el árbol de la ciencia del bien y del mal » debía expresar y constantemente
recordar al hombre el « límite » insuperable para un ser creado. En este
sentido debe entenderse la prohibición de Dios: el Creador prohíbe al hombre y
a la mujer que coman los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal. Las
palabras de la instigación, es decir de la tentación, como está formulada en el
texto sagrado, inducen a transgredir esta prohibición, o sea a superar aquel
« límite »: « el día en que comiereis de él se os abrirán los ojos y seréis
como dioses, conocedores del bien y del mal ».137
La « desobediencia » significa precisamente pasar aquel límite que
permanece insuperable a la voluntad y a la libertad del hombre como ser creado.
Dios creador es, en efecto, la fuente única y definitiva del orden moral en el
mundo creado por él. El hombre no puede decidir por sí mismo lo que es bueno y
malo, no puede « conocer el bien y el mal como dioses ». Sí, en el mundo
creado Dios es la fuente primera y suprema para
decidir sobre el bien y el mal, mediante la íntima verdad del ser, que
es reflejo del Verbo, el eterno Hijo, consubstancial al Padre.
Al hombre, creado a imagen de Dios, el Espíritu Santo da como don la conciencia, para
que la imagen pueda reflejar fielmente en ella su modelo, que es sabiduría y
ley eterna, fuente del orden moral en el hombre y en el mundo. La «
desobediencia », como dimensión originaria del pecado, significa rechazo
de esta fuente por la pretensión del hombre de llegar a ser fuente
autónoma y exclusiva en decidir sobre el bien y el mal. El Espíritu que «
sondea las profundidades de Dios » y que, a la vez, es para el hombre la luz de
la conciencia y la fuente del orden moral, conoce en toda su plenitud esta
dimensión del pecado, que se inserta en el misterio del principio humano. Y no
cesa de « convencer de ello al mundo » en relación con la cruz
de Cristo en el Gólgota.
37. Según el testimonio del principio, Dios en la creación se ha
revelado a sí mismo como omnipotencia que es amor. Al mismo tiempo ha revelado
al hombre que, como « imagen y semejanza » de su creador, es llamado a
participar de la verdad y del amor. Esta participación significa una
vida en unión con Dios, que es la « vida eterna ».138 Pero
el hombre, bajo la influencia del « padre de la mentira », se ha separado de
esta participación. ¿En qué medida? Ciertamente no en la medida del pecado de
un espíritu puro, en la medida del pecado de Satanás. El espíritu humano es
incapaz de alcanzar tal medida.139 En
la misma descripción del Génesis es fácil señalar la diferencia de
grado existente entre « el soplo del mal » del que es pecador (o sea
permanece en el pecado) desde el principio 140 y
que ya « está juzgado » 141 y
el mal de la desobediencia del hombre. Esta desobediencia, sin embargo,
significa también dar la espalda a Dios y, en cierto
modo, el cerrarse de la libertad humana ante él. Significa
también una determinada apertura de esta libertad —del conocimiento y de la
voluntad humana— hacia el que es el « padre de la mentira ». Este acto de
elección responsable no es sólo una « desobediencia », sino que lleva consigo
también una cierta adhesión al motivo contenido en la primera
instigación al pecado y renovada constantemente a lo largo de la historia del
hombre en la tierra: « es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de
él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal
». Aquí nos encontramos en el centro mismo de lo que se podría llamar el «
anti-Verbo », es decir la « anti-verdad ». En efecto, es falseada la
verdad del hombre: quién es el hombre y cuáles son los límites
insuperables de su ser y de su libertad. Esta « anti-verdad » es
posible, porque al mismo tiempo es falseada completamente la
verdad sobre quien es Dios. Dios Creador es puesto en estado de
sospecha, más aún incluso en estado de acusación ante la conciencia de la
criatura. Por vez primera en la historia del hombre aparece el perverso « genio
de la sospecha ». Este trata de « falsear » el Bien
mismo, el Bien absoluto, que en la obra de la creación se ha
manifestado precisamente como el bien que da de modo inefable: como bonum
diffusivum sui, como amor creador. ¿Quién puede
plenamente « convencer en lo referente al pecado », es decir
de esta motivación de la desobediencia originaria del hombre sino aquél que
sólo él es el don y la fuente de toda dádiva, sino el Espíritu que, « sondea
las profundidades de Dios » y es amor del Padre y del Hijo?
38. Pues, a pesar de todo el testimonio de la creación y de la economía
salvífica inherente a ella, el espíritu de las tinieblas 142 es
capaz de mostrar a Dios como enemigo de la propia criatura y,
ante todo, como enemigo del hombre, como fuente de peligro y de amenaza
para el hombre. De esta manera Satanás injerta en el
ánimo del hombre el germen de la oposición a aquél que « desde el principio »
debe ser considerado como enemigo del hombre y no como Padre. El hombre es
retado a convertirse en el adversario de Dios.
El análisis del pecado en su dimensión originaria indica que, por parte
del « padre de la mentira », se dará a lo largo de la historia de la
humanidad una constante presión al rechazo de Dios por parte del hombre, hasta
llegar al odio: « Amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios »,
como se expresa San Agustín. 143 El
hombre será propenso a ver en Dios ante todo una propia limitación y no la
fuente de su liberación y la plenitud del bien. Esto lo vemos confirmado en
nuestros días, en los que las ideologías ateas intentan desarraigar la
religión en base al presupuesto de que determina la radical « alienación » del
hombre, como si el hombre fuera expropiado de su humanidad cuando, al
aceptar la idea de Dios, le atribuye lo que pertenece al hombre y
exclusivamente al hombre. Surge de aquí una forma de pensamiento y de praxis
histórico-sociológica donde el rechazo de Dios ha llegado hasta la declaración
de su « muerte ». Esto es un absurdo conceptual y verbal. Pero la ideología de
la « muerte de Dios » amenaza más bien al hombre, como indica
el Vaticano II, cuando, sometiendo a análisis la cuestión de la « autonomía de
la realidad terrena », afirma: « La criatura sin el Creador se esfuma ... Más
aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida ».144 La
ideología de la « muerte de Dios » en sus efectos demuestra fácilmente que es,
a nivel teórico y práctico, la ideología de la « muerte del hombre ».
4. El Espíritu que transforma el sufrimiento en amor salvífico
39. EL Espíritu, que sondea las profundidades de Dios, ha sido llamado
por Jesús en el discurso del Cenáculo el Paráclito. En
efecto, desde el comienzo « es invocado » 145 para
« convencer al mundo en lo referente al pecado ». Es invocado de modo
definitivo a través de la Cruz de Cristo. Convencer en lo referente al pecado
quiere decir demostrar el mal contenido en él. Lo que equivale a revelar
el misterio de la impiedad. No es posible comprender el mal
del pecado en toda su realidad dolorosa sin sondear las profundidades de Dios.
Desde el principio el misterio oscuro del pecado se ha manifestado en el mundo
con una clara referencia al Creador de la libertad humana. Ha aparecido como un
acto voluntario de la criatura-hombre contrario a la voluntad de Dios: la
voluntad salvífica de Dios; es más, ha aparecido como oposición a la
verdad, sobre la base de la mentira ya definitivamente « juzgada »: mentira que
ha puesto en estado de acusación, en estado de sospecha permanente, al mismo
amor creador y salvífico. El hombre ha seguido al « padre de la mentira »,
poniéndose contra el Padre de la vida y el Espíritu de la verdad.
El « convencer en lo referente al pecado » ¿no deberá, por tanto,
significar también el revelar el sufrimiento? ¿No deberá revelar
el dolor, inconcebible e indecible, que, como consecuencia del pecado,
el Libro Sagrado parece entrever en su visión antropomórfica
en las profundidades de Dios y, en cierto modo, en el corazón mismo de la
inefable Trinidad? La Iglesia, inspirándose en la revelación, cree y profesa
que el pecado es una ofensa a Dios. ¿Qué corresponde a esta «
ofensa », a este rechazo del Espíritu que es amor y don en la intimidad
inexcrutable del Padre, del Verbo y del Espíritu Santo? La concepción de Dios,
como ser necesariamente perfectísimo, excluye ciertamente de Dios todo dolor
derivado de limitaciones o heridas; pero, en las profundidades de Dios, se da
un amor de Padre que, ante el pecado del hombre, según el lenguaje bíblico,
reacciona hasta el punto de exclamar: « Estoy arrepentido de haber hecho al
hombre ».146 «
Viendo el Señor que la maldad del hombre cundía en la tierra ... le pesó de
haber hecho al hombre en la tierra ... y dijo el Señor: « me pesa de haberlos
hecho ».147 Pero
a menudo el Libro Sagrado nos habla de un Padre, que siente compasión por el
hombre, como compartiendo su dolor. En definitiva, este inescrutable e
indecible « dolor » de padre engendrará sobre
todo la admirable economía del amor redentor en Jesucristo,
para que, por medio del misterio de la piedad, en la historia
del hombre el amor pueda revelarse más fuerte que el pecado Para que prevalezca
el « don ».
El Espíritu Santo, que según las palabras de Jesús « convence en lo
referente al pecado », es el amor del Padre y del Hijo y, como tal, es el don
trinitario y, a la vez, la fuente eterna de toda dádiva divina a lo creado.
Precisamente en él podemos concebir como personificada y realizada de modo
trascendente la misericordia, que la tradición patrística y teológica, de
acuerdo con el Antiguo y el Nuevo Testamento, atribuye a Dios. En el hombre la
misericordia implica dolor y compasión por las miserias del prójimo. En Dios,
el Espíritu-amor cambia la dimensión del pecado humano en una nueva dádiva de
amor salvífico. De él, en unidad con el Padre y el Hijo, nace la economía de la
salvación, que llena la historia del hombre con los dones de la Redención. Si
el pecado, al rechazar el amor, ha engendrado el « sufrimiento » del hombre que
en cierta manera se ha volcado sobre toda la creación,148 el
Espíritu Santo entrará en el sufrimiento humano y cósmico con una
nueva dádiva de amor, que redimirá al mundo. En boca de Jesús Redentor, en cuya
humanidad se verifica el « sufrimiento » de Dios, resonará una palabra en la
que se manifiesta el amor eterno, lleno de misericordia: « Siento compasión ».149 Así
pues, por parte del Espíritu Santo, el « convencer en lo referente al pecado »
se convierte en una manifestación ante la creación « sometida a la vanidad » y,
sobre todo, en lo íntimo de las conciencias humanas, como el pecado es
vencido por el sacrificio del Cordero de Dios que se ha hecho hasta la
muerte « el siervo obediente » que, reparando la
desobediencia del hombre, realiza la redención del mundo. De esta manera, el
Espíritu de la verdad, el Paráclito, « convence en lo referente al pecado ».
40. El valor redentor del sacrificio de Cristo ha sido expresado con
palabras muy significativas por parte del autor de la Carta a los
Hebreos, que, después de haber recordado los sacrificios de la Antigua
Alianza, en que « si la sangre de machos cabríos y de toros ... santifica en
orden a la purificación », añade: « cuánto más la sangre de Cristo, que
por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará
de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo ».150 Aun
conscientes de otras interpretaciones posibles, nuestra consideración sobre la
presencia del Espíritu Santo a lo largo de toda la vida de Cristo nos lleva a
reconocer en este texto como una invitación a reflexionar también sobre la
presencia del mismo Espíritu en el sacrificio redentor del Verbo Encarnado.
Reflexionemos primero sobre el contenido de las palabras iniciales de
este sacrificio y, a continuación, separadamente sobre la « purificación de la
conciencia » llevada a cabo por él. En efecto, es un sacrificio ofrecido con [
= por obra de ] un Espíritu Eterno », que «
saca » de él la fuerza de « convencer en lo referente al pecado » en orden a la
salvación. Es el mismo Espíritu Santo que, según la promesa del Cenáculo, Jesucristo «
traerá » a los apóstoles el día de su resurrección, presentándose a ellos con
las heridas de la crucifixión, y que les « dará » para la remisión de
los pecados: « Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los
pecados, les quedan perdonados ».151
Sabemos que Dios « a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y
con poder », como afirmaba Simón Pedro en la casa del centurión Cornelio.152 Conocemos
el misterio pascual de su « partida » según el Evangelio de Juan. Las
palabras de la Carta a los Hebreos nos explican ahora de que
modo Cristo « se ofreció sin mancha a Dios » y como hizo esto « con un Espíritu
Eterno ». En el sacrificio del Hijo del hombre el Espíritu Santo está presente
y actúa del mismo modo con que actuaba en su concepción, en su entrada al
mundo, en su vida oculta y en su ministerio público. Según la Carta a
los Hebreos, en el camino de su « partida » a través de Getsemaní y
del Gólgota, el mismo Jesucristo en su humanidad se ha
abierto totalmente a esta acción del Espíritu Paráclito, que
del sufrimiento hace brotar el eterno amor salvífico. Ha sido, por lo tanto, «
escuchado por su actitud reverente y aun siendo Hijo, con lo que padeció
experimentó la obediencia ».153 De
esta manera dicha Carta demuestra como la humanidad,
sometida al pecado en los descendientes del primer Adán, en Jesucristo
ha sido sometida perfectamente a Dios y unida a él y, al mismo
tiempo, está llena de misericordia hacia los hombres. Se tiene así una nueva
humanidad, que en Jesucristo por medio del sufrimiento de la cruz ha
vuelto al amor, traicionado por Adán con su pecado. Se ha encontrado en la
misma fuente de la dádiva originaria: en el Espíritu que « sondea las
profundidades de Dios » y es amor y don.
El Hijo de Dios, Jesucristo, como hombre, en la ferviente oración de su
pasión, permitió al Espíritu Santo, que ya había impregnado íntimamente su
humanidad, transformarla en sacrificio perfecto mediante el
acto de su muerte, como víctima de amor en la Cruz. El solo ofreció este
sacrificio. Como único sacerdote « se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios ».154 En
su humanidad era digno de convertirse en este sacrificio, ya que él
solo era « sin tacha ». Pero lo ofreció « por el Espíritu Eterno »: lo
que quiere decir que el Espíritu Santo actuó de manera especial en esta
autodonación absoluta del Hijo del hombre para transformar el sufrimiento en
amor redentor.
41. En el Antiguo Testamento se habla varias veces del « fuego del cielo
», que quemaba los sacrificios presentados por los hombres.155 Por
analogía se puede decir que el Espíritu Santo es el « fuego del
cielo » que actúa en lo más profundo del misterio de la
Cruz. Proveniendo del Padre, ofrece al Padre el sacrificio del Hijo,
introduciéndolo en la divina realidad de la comunión trinitaria. Si el
pecado ha engendrado el sufrimiento, ahora el dolor de Dios en Cristo
crucificado recibe su plena expresión humana por medio del Espíritu Santo. Se
da así un paradójico misterio de amor: en Cristo sufre Dios rechazado por la
propia criatura: « No creen en mí »; pero, a la vez, desde lo más
hondo de este sufrimiento —e indirectamente desde lo
hondo del mismo pecado « de no haber creído »— el Espíritu saca una
nueva dimensión del don hecho al hombre y a la creación desde el
principio. En lo más hondo del misterio de la Cruz actúa el amor, que lleva de
nuevo al hombre a participar de la vida, que está en Dios mismo.
El Espíritu Santo, como amor y don, desciende, en cierto modo,
al centro mismo del sacrificio que se ofrece en la Cruz. Refiriéndonos
a la tradición bíblica podemos decir: él consuma este sacrificio con el
fuego del amor, que une al Hijo con el Padre en la comunión
trinitaria. Y dado que el sacrificio de la Cruz es un acto propio de Cristo,
también en este sacrificio él « recibe » el Espíritu
Santo. Lo recibe de tal manera que después —él solo con Dios Padre—
puede « darlo » a los apóstoles, a la Iglesia y a la
humanidad. El solo lo « envía » desde el Padre.156 El
solo se presenta ante los apóstoles reunidos en el Cenáculo, « sopló sobre
ellos » y les dijo: « Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los
pecados, les quedan perdonados »,157 como
había anunciado antes Juan Bautista: « El os bautizará en Espíritu Santo y
fuego ».158 Con
aquellas palabras de Jesús el Espíritu Santo es revelado y a la vez es
presentado como amor que actúa en lo profundo del misterio pascual,
como fuente del poder salvífico de la Cruz de Cristo y como don de la vida
nueva y eterna.
Esta verdad sobre el Espíritu Santo encuentra cada día su expresión
en la liturgia romana, cuando el sacerdote, antes de la comunión,
pronuncia aquellas significativas palabras: « Señor Jesucristo, Hijo de Dios
vivo, que por voluntad del Padre y cooperación del Espíritu
Santo, diste con tu muerte vida al mundo ». Y en la III Plegaria
Eucarística, refiriéndose a la misma economía salvífica, el sacerdote ruega a
Dios que el Espíritu Santo « nos transforme en ofrenda permanente ».
5. « La sangre que purifica la conciencia »
42. Hemos dicho que, en el culmen del misterio pascual, el Espíritu
Santo es revelado definitivamente y hecho presente de un modo nuevo. Cristo
resucitado dice a los apóstoles: « Recibid el Espíritu Santo ». De esta manera
es revelado el Espíritu Santo, pues las palabras de Cristo constituyen la
confirmación de las promesas y de los anuncios del discurso en el Cenáculo. Y
con esto el Paráclito es hecho presente también de un modo
nuevo. En realidad ya actuaba desde el principio en el misterio de la creación
y a lo largo de toda la historia de la antigua Alianza de Dios con el hombre.
Su acción ha sido confirmada plenamente por la misión del Hijo del hombre como
Mesías, que ha venido con el poder del Espíritu Santo. En el momento culminante
de la misión mesiánica de Jesús, el Espíritu Santo se hace presente en el
misterio pascual con toda su subjetividad divina: como el que debe
continuar la obra salvífica, basada en el sacrificio de la Cruz. Sin duda esta
obra es encomendada por Jesús a los hombres: a los apóstoles y a la Iglesia. Sin
embargo, en estos hombres y por medio de ellos, el Espíritu Santo sigue siendo
el protagonista trascendente de la realización de esta obra en el espíritu del
hombre y en la historia del mundo: el invisible y, a la vez, omnipresente
Paráclito. El Espíritu que « sopla donde quiere ».159
Las palabras pronunciadas por Cristo resucitado « el primer día de la
semana », ponen especialmente de relieve la presencia del Paráclito
consolador, como el que « convence al mundo en lo referente al pecado,
en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ». En efecto, sólo
tomadas así se explican las palabras que Jesús pone en relación directa con el
« don » del Espíritu Santo a los apóstoles. Jesús dice: « Recibid el Espíritu
Santo: A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos ».160 Jesús
confiere a los apóstoles el poder de perdonar los pecados, para que lo
transmitan a sus sucesores en la Iglesia. Sin embargo, este poder concedido a
los hombres presupone e implica la acción salvífica del Espíritu Santo.
Convirtiéndose en « luz de los corazones »,161 es
decir de las conciencias, el Espíritu Santo « convence en lo referente al
pecado », o sea hace conocer al hombre su mal y, al mismo tiempo, lo
orienta hacia el bien. Merced a la multiplicidad de sus dones por lo
que es invocado como el portador « de los siete dones », todo tipo de pecado
del hombre puede ser vencido por el poder salvífico de Dios. En realidad —como
dice San Buenaventura— « en virtud de los siete dones del Espíritu Santo todos
los males han sido destruidos y todos los bienes han sido producidos ».162
Bajo el influjo del Paráclito se realiza, por lo tanto, la
conversión del corazón humano, que es condición indispensable para el
perdón de los pecados. Sin una verdadera conversión, que implica una contrición
interior y sin un propósito sincero y firme de enmienda, los pecados quedan «
retenidos », como afirma Jesús, y con El toda la Tradición del Antiguo y del
Nuevo Testamento. En efecto, las primeras palabras pronunciadas por Jesús al
comienzo de su ministerio, según el Evangelio de Marcos, son
éstas: « Convertíos y creed en la Buena Nueva ».163 La
confirmación de esta exhortación es el « convencer en lo referente al pecado »
que el Espíritu Santo emprende de una manera nueva en virtud de la Redención,
realizada por la Sangre del Hijo del hombre. Por esto, la Carta a los
Hebreos dice que esta « sangre purifica nuestra conciencia ».164 Esta
sangre, pues, abre al Espíritu Santo, por decirlo de algún
modo, el camino hacia la intimidad del hombre, es decir hacia el santuario de
las conciencias humanas.
43. El Concilio Vaticano II ha recordado la enseñanza católica sobre la
conciencia, al hablar de la vocación del hombre y, en particular, de la
dignidad de la persona humana. Precisamente la conciencia decide
de manera específica sobre esta dignidad. En efecto, la conciencia es « el
núcleo más secreto y el sagrario del hombre », en
el que ésta se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más
íntimo. Esta voz dice claramente a « los oídos de su corazón advirtiéndole ...
haz esto, evita aquello ». Tal capacidad de mandar el bien y prohibir el mal,
puesta por el Creador en el corazón del hombre, es la propiedad clave
del sujeto personal. Pero, al mismo tiempo, « en lo más profundo de su
conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a si
mismo, pero a la cual debe obedecer ».165 La
conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva
para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado
profundamente un principio de obediencia a la norma
objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones
con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano,
como se entrevé ya en la citada página del Libro del Génesis.166 Precisamente,
en este sentido, la conciencia es el « sagrario íntimo » donde « resuena
la voz de Dios ». Es « la voz de Dios » aun cuando el hombre reconoce
exclusivamente en ella el principio del orden moral del que humanamente no se
puede dudar, incluso sin una referencia directa al Creador: precisamente la
conciencia encuentra siempre en esta referencia su fundamento y su
justificación.
El evangélico « convencer en lo referente al pecado » bajo el influjo
del Espíritu de la verdad no puede verificarse en el hombre más que por el
camino de la conciencia. Si la conciencia es recta, ayuda
entonces a « resolver con acierto los numerosos problemas
morales que se presentan al individuo y a la sociedad ». Entonces « mayor
seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego
capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad ». 167
Fruto de la recta conciencia es, ante todo, el llamar por su
nombre al bien y al mal, como hace por ejemplo la misma Constitución
pastoral: « Cuanto atenta contra la vida —homicidios de cualquier clase,
genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado—; cuanto viola la
integridad de la persona, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas
morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto
ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las
detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la
trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que
reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la
libertad y a la responsabilidad de la persona humana »; y después de haber
llamado por su nombre a los numerosos pecados, tan frecuentes y
difundidos en nuestros días, la misma Constitución añade: « Todas
estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, que degradan la
civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son
totalmente contrarias al honor debido al Creador ».168
Al llamar por su nombre a los pecados que más deshonran al hombre, y
demostrar que ésos son un mal moral que pesa negativamente en cualquier balance
sobre el progreso de la humanidad, el Concilio describe a la vez todo esto como
etapa « de una lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la
luz y las tinieblas ».169 La
Asamblea del Sínodo de los Obispos de 1983 sobre la
reconciliación y la penitencia ha precisado todavía mejor el significado
personal y social del pecado del hombre.170
44. Pues bien, en el Cenáculo la víspera de su Pasión, y después la
tarde del día de Pascua, Jesucristo se refirió al Espíritu Santo como el que
atestigua que en la historia de la humanidad perdura el pecado. Sin
embargo, el pecado está sometido al poder salvífico de la Redención. El
« convencer al mundo en lo referente al pecado » no se acaba en el hecho de que
venga llamado por su nombre e identificado por lo que es en toda su dimensión
característica. En el convencer al mundo en lo referente al pecado, el
Espíritu de la verdad se encuentra con la voz de las conciencias humanas.
De este modo se llega a la demostración de las raíces del
pecado que están en el interior del hombre, como pone en evidencia la
misma Constitución pastoral: « En realidad de verdad, los desequilibrios que
fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental
que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los
elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de creatura,
el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado
en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones,
tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no
raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a
cabo ».171 El
texto conciliar se refiere aquí a las conocidas palabras de San Pablo.172
El « convencer en lo referente al pecado » que acompaña a la conciencia
humana en toda reflexión profunda sobre sí misma, lleva por tanto al
descubrimiento de sus raíces en el hombre, así como de sus influencias en la
misma conciencia en el transcurso de la historia. Encontramos de este modo
aquella realidad originaria del pecado, de la que ya se ha hablado. El Espíritu
Santo « convence en lo referente al pecado » respecto
al misterio del principio, indicando el hecho de que el hombre es ser-creado y,
por consiguiente, está en total dependencia ontológica y ética de su Creador y
recordando, a la vez, la pecaminosidad hereditaria de la naturaleza humana.
Pero el Espíritu Santo Paráclito « convence en lo referente al pecado » siempre
en relación con la Cruz de Cristo. Por esto el cristianismo rechaza
toda « fatalidad » del pecado. « Una dura batalla contra el poder de las tinieblas,
que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el
final » —enseña el Concilio—.173 «
Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre ».174 El
hombre, pues, lejos de dejarse « enredar » en su condición de pecado,
apoyándose en la voz de la propia conciencia, « ha de luchar continuamente para
acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia
de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo ».175 El
Concilio ve justamente el pecado como factor de la ruptura que
pesa tanto sobre la vida personal como sobre la vida social del hombre; pero,
al mismo tiempo, recuerda incansablemente la posibilidad de la victoria.
45. El Espíritu de la verdad, que « convence al mundo en lo referente al
pecado », se encuentra con aquella fatiga de la conciencia humana, de la que
los textos conciliares hablan de manera tan sugestiva. Esta fatiga de
la conciencia determina también los caminos de las conversiones
humanas: el dar la espalda al pecado para reconstruir la verdad y el amor en el
corazón mismo del hombre. Se sabe que reconocer el mal en uno mismo a menudo
cuesta mucho. Se sabe que la conciencia no sólo manda o
prohíbe, sino que juzga a la luz de las órdenes y de las
prohibiciones interiores. Es también fuente de remordimiento: el
hombre sufre interiormente por el mal cometido. ¿No es este sufrimiento como un
eco lejano de aquel « arrepentimiento por haber creado al hombre », que con
lenguaje antropomórfico el Libro sagrado atribuye a Dios; de aquella «
reprobación » que, inscribiéndose en el « corazón » de la Trinidad, en virtud
del amor eterno se realiza en el dolor de la Cruz y en la obediencia de Cristo
hasta la muerte? Cuando el Espíritu de la verdad permite a la conciencia
humana la participación en aquel dolor, entonces el
sufrimiento de la conciencia es particularmente profundo y también salvífico.
Pues, por medio de un acto de contrición perfecta, se realiza la auténtica
conversión del corazón: es la « metanoia » evangélica.
La fatiga del corazón humano y la fatiga de la conciencia, donde se
realiza esta « metanoia » o conversión, es el reflejo de aquel
proceso mediante el cual la reprobación se transforma en amor
salvífico, que sabe sufrir. El dispensador oculto de esa fuerza
salvadora es el Espíritu Santo, que es llamado por la Iglesia « luz de las
conciencias », el cual penetra y llena « lo más íntimo de los corazones »
humanos.176 Mediante
esta conversión en el Espíritu Santo, el hombre se abre al perdón y a
la remisión de los pecados. Y en todo este admirable dinamismo de la
conversión-remisión se confirma la verdad de lo escrito por San Agustín sobre
el misterio del hombre, al comentar las palabras del Salmo: « Abismo que llama
al abismo ».177 Precisamente
en esta « abismal profundidad » del hombre y de la conciencia humana se realiza
la misión del Hijo y del Espíritu Santo. El Espíritu Santo « viene
» en cada caso concreto de la conversión-remisión, en virtud
del sacrificio de la Cruz, pues, por él, « la sangre de Cristo ... purifica
nuestra conciencia de las obras muertas para rendir culto a Dios vivo ».178 Se
cumplen así las palabras sobre el Espíritu Santo como « otro Paráclito »,
palabras dirigidas a los apóstoles en el Cenáculo e indirectamente a todos: «
Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros ».179
6. El pecado contra el Espíritu Santo
46. En el marco de lo dicho hasta ahora, resultan más comprensibles
otras palabras, impresionantes y desconcertantes, de Jesús. Las podríamos
llamar las palabras del « no-perdón ». Nos
las refieren los Sinópticos respecto a un pecado particular que es llamado «
blasfemia contra el Espíritu Santo ». Así han sido referidas en su triple
redacción:
Mateo: « Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia
contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo
del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no
se le perdonará ni en este mundo ni en el otro ».180
Marcos: « Se perdonará todo a los hijos de los hombres, los pecados y las
blasfemias, por muchas que éstas sean. Pero el que blasfeme contra el Espíritu
Santo, no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de pecado eterno ».181
Lucas: « A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le
perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ».182
¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable? ¿Cómo
se entiende esta blasfemia? Responde Santo Tomás de Aquino que se
trata de un pecado « irremisible según su naturaleza, en cuanto excluye
aquellos elementos, gracias a los cuales se da la remisión de los pecados ».183
Según esta exégesis la « blasfemia » no consiste en el hecho de ofender
con palabras al Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en el
rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del
Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz. Si el
hombre rechaza aquel « convencer sobre el pecado », que proviene del Espíritu Santo
y tiene un carácter salvífico, rechaza a la vez la « venida » del Paráclito
aquella « venida » que se ha realizado en el misterio pascual, en la unidad
mediante la fuerza redentora de la Sangre de Cristo. La Sangre que « purifica
de las obras muertas nuestra conciencia ».
Sabemos que un fruto de esta purificación es la remisión de los pecados.
Por tanto, el que rechaza el Espíritu y la Sangre permanece en las « obras
muertas », o sea en el pecado. Y la blasfemia contra el Espíritu Santo consiste
precisamente en el rechazo radical de aceptar esta remisión, de
la que el mismo Espíritu es el íntimo dispensador y que presupone la verdadera
conversión obrada por él en la conciencia. Si Jesús afirma que la blasfemia
contra el Espíritu Santo no puede ser perdonada ni en esta vida ni en la
futura, es porque esta « no-remisión » está unida, como
causa suya, a la « no-penitencia », es decir
al rechazo radical del convertirse. Lo que significa el rechazo de acudir a las
fuentes de la Redención, las cuales, sin embargo, quedan « siempre » abiertas
en la economía de la salvación, en la que se realiza la misión del Espíritu
Santo. El Paráclito tiene el poder infinito de sacar de estas fuentes: «
recibirá de lo mío », dijo Jesús. De este modo el Espíritu completa en las
almas la obra de la Redención realizada por Cristo, distribuyendo sus frutos.
Ahora bien la blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el
hombre, que reivindica un pretendido « derecho de perseverar en el
mal » —en cualquier pecado— y rechaza así la Redención El
hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la conversión y,
por consiguiente, también la remisión de sus pecados, que considera no esencial
o sin importancia para su vida. Esta es una condición de ruina espiritual, dado
que la blasfemia contra el Espíritu Santo no permite al hombre salir de su
autoprisión y abrirse a las fuentes divinas de la purificación de las
conciencias y remisión de los pecados.
47. La acción del Espíritu de la verdad, que tiende al salvífico «
convencer en lo referente al pecado », encuentra en el hombre que se halla en
esta condición una resistencia interior, como una impermeabilidad de la
conciencia, un estado de ánimo que podría decirse consolidado en razón de una
libre elección: es lo que la Sagrada Escritura suele llamar « dureza de corazón
».184 En
nuestro tiempo a esta actitud de mente y corazón corresponde quizás la
pérdida del sentido del pecado, a la que dedica muchas páginas la
Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia.185 Anteriormente
el Papa Pío XII había afirmado que « el pecado de nuestro siglo es la pérdida
del sentido del pecado » 186 y
esta pérdida está acompañada por la « pérdida del sentido de Dios ». En la
citada Exhortación leemos: « En realidad, Dios es la raíz y el fin supremo del
hombre y éste lleva en sí un germen divino. Por ello, es la realidad de Dios la
que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por lo tanto, esperar
que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores
humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el
verdadero sentido del pecado ».187 La
Iglesia, por consiguiente, no cesa de implorar a Dios la gracia de que no
disminuya la rectitud en las conciencias humanas, que no se
atenúe su sana sensibilidad ante el bien y el mal. Esta
rectitud y sensibilidad están profundamente unidas a la acción íntima del
Espíritu de la verdad. Con esta luz adquieren un significado particular las
exhortaciones del Apóstol: « No extingáis el Espíritu », « no
entristezcáis al Espíritu Santo ».188 Pero
la Iglesia, sobre todo, no cesa de suplicar con gran
fervor que no aumente en el mundo aquel pecado llamado por el
Evangelio blasfemia contra el Espíritu Santo; antes bien que retroceda en
las almas de los hombres y también en los mismos ambientes y en las distintas
formas de la sociedad, dando lugar a la apertura de las conciencias, necesaria
para la acción salvífica del Espíritu Santo. La Iglesia ruega que el peligroso
pecado contra el Espíritu deje lugar a una santa disponibilidad a aceptar su
misión de Paráclito, cuando viene para « convencer al mundo en lo referente al
pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ».
48. Jesús en su discurso de despedida ha unido estos tres
ámbitos del « convencer » como componentes de la
misión del Paráclito: el pecado, la justicia y el juicio. Ellos señalan la
dimensión de aquel misterio de la piedad, que en la historia
del hombre se opone al pecado, es decir al misterio de la impiedad.189 Por
un lado, como se expresa San Agustín, existe el « amor de uno mismo hasta el
desprecio de Dios »; por el otro, existe el « amor de Dios hasta el desprecio
de uno mismo ».190 La
Iglesia eleva sin cesar su oración y ejerce su ministerio para que la historia
de las conciencias y la historia de las sociedades en la gran familia
humana no se abajen al polo del pecado con el rechazo de los
mandamientos de Dios « hasta el desprecio de Dios », sino que, por el
contrario, se eleven hacia el amor en el que se manifiesta el
Espíritu que da la vida.
Los que se dejan « convencer en lo referente al pecado » por el Espíritu
Santo, se dejan convencer también en lo referente a « la justicia y al juicio
». El Espíritu de la verdad que ayuda a los hombres, a las conciencias humanas,
a conocer la verdad del pecado, a la vez hace que
conozcan la verdad de aquella justicia que entró en la
historia del hombre con Jesucristo. De este modo, los que « convencidos en lo
referente al pecado » se convierten bajo la acción del Paráclito, son
conducidos, en cierto modo, fuera del ámbito del « juicio »: de aquel « juicio
» mediante el cual « el Príncipe de este mundo está juzgado ».191 La
conversión, en la profundidad de su misterio divino-humano, significa la
ruptura de todo vínculo mediante el cual el pecado ata al hombre en el conjunto
del misterio de la impiedad. Los que se convierten, pues, son
conducidos por el Espíritu Santo fuera del ámbito del « juicio » e introducidos
en aquella justicia, que está en Cristo Jesús, porque la « recibe »
del Padre,192 como
un reflejo de la santidad trinitaria. Esta es la justicia del Evangelio y de la
Redención, la justicia del Sermón de la montaña y de la Cruz, que realiza la
purificación de la conciencia por medio de la Sangre del Cordero. Es la
justicia que el Padre da al Hijo y a todos aquellos, que se han unido a
él en la verdad y en el amor.
En esta justicia el Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, que «
convence al mundo en lo referente al pecado » se manifiesta y se hace presente
al hombre como Espíritu de vida eterna.
III PARTE - EL ESPÍRITU QUE DA LA
VIDA
1. Motivo del Jubileo del año dos mil: Cristo que fue concebido
por obra y gracia del Espíritu Santo
49. El pensamiento y el corazón de la Iglesia se dirigen al Espíritu
Santo al final del siglo veinte y en la perspectiva del tercer milenio de la
venida de Jesucristo al mundo, mientras miramos al gran Jubileo con el que la
Iglesia celebrará este acontecimiento. En efecto, dicha venida se mide, según
el cómputo del tiempo, como un acontecimiento que pertenece a la historia del
hombre en la tierra. La medida del tiempo, usada comúnmente, determina los
años, siglos y milenios según trascurran antes o después del nacimiento de
Cristo. Pero hay que tener también presente que, para nosotros los cristianos
este acontecimiento significa, según el Apóstol, la « plenitud de los tiempos
»,193 porque
a través de ellos Dios mismo, con su « medida », penetró completamente en la
historia del hombre: es una presencia trascendente en el « ahora »
(« nunc ») eterno. « Aquél que es, que era y que va a venir »; aquél que es «
el Alfa y la Omega, el Primero y el Ultimo, el Principio y el Fin ».194 « Porque
tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo único, para que todo el que
crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna ».195 «
Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su
Hijo, nacido de mujer ... para que recibiéramos la filiación ».196 y
esta encarnación del Hijo-Verbo tuvo lugar « por obra del Espíritu
Santo ».
Los dos evangelistas, a quienes debemos la narración del nacimiento y de
la infancia de Jesús de Nazaret, se pronuncian del mismo modo sobre esta
cuestión. Según Lucas, en la anunciación del nacimiento de
Jesús María pregunta: « ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? » y
recibe esta respuesta: « El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del
Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será
llamado Hijo de Dios ».197
Mateo narra directamente: « El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: Su
madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos
ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo ».198 José
turbado por esta situación, recibe en sueños la siguiente explicación: « No
temas tomar contigo a María tu esposa, porque lo concebido en ella viene del
Espíritu Santo. Dará a luz a un hijo a quien pondrás por nombre Jesús, porque
él salvará a su pueblo de sus pecados ». 199
Por esto, la Iglesia desde el principio profesa el misterio de
la encarnación, misterio-clave de la fe, refiriéndose al
Espíritu Santo. Dice el Símbolo Apostólico: « que
fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; nació de Santa María Virgen
». Y no se diferencia del Símbolo nicenoconstantinopolitano cuando
afirma: « Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se
hizo hombre ».
« Por obra del Espíritu Santo » se hizo hombre aquél que la Iglesia, con
las palabras del mismo Símbolo, confiesa que es el Hijo consubstancial al
Padre: « Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios
verdadero, engendrado, no creado ». Se hizo hombre « encarnándose en el seno de
la Virgen María ». Esto es lo que se realizó « al llegar la plenitud de los
tiempos ».
50. El gran Jubileo, que concluirá el segundo milenio
al que la Iglesia ya se prepara, tiene directamente una dimensión
cristológica; en efecto, se trata de celebrar el nacimiento de
Jesucristo. Al mismo tiempo, tiene una dimensión pneumatológica, ya
que el misterio de la Encarnación se realizó « por obra del Espíritu Santo ».
Lo « realizó aquel Espíritu que —consubstancial al Padre y al Hijo— es, en el
misterio absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don increado, fuente
eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el
principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios
en el orden de la gracia. El misterio de la Encarnación de Dios
constituye el culmen de esta dádiva y de esta autocomunicación
divina.
En efecto, la concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra más
grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la
salvación: la suprema gracia —« la gracia de la unión »—fuente de todas las
demás gracias, como explica Santo Tomás.200 A
esta obra se refiere el gran Jubileo y se refiere también —si penetramos en su
profundidad— al artífice de esta obra: la persona del Espíritu Santo.
A « la plenitud de los tiempos » corresponde, en efecto, una especial
plenitud de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo. « Por
obra del Espíritu Santo » se realiza el misterio de la « unión
hipostática », esto es, la unión de la naturaleza divina con la
naturaleza humana, de la divinidad con la humanidad en la única Persona del
Verbo-Hijo. Cuando María en el momento de la anunciación pronuncia su « fiat »:
« Hágase en mí según tu palabra »,201 concibe
de modo virginal un hombre, el Hijo del hombre, que es
el Hijo de Dios. Mediante este « humanarse » del Verbo-Hijo, la
autocomunicación de Dios alcanza su plenitud definitiva en la historia de la
creación y de la salvación. Esta plenitud adquiere una especial densidad y
elocuencia expresiva en el texto del evangelio de San Juan. « La Palabra se
hizo carne ».202 La
Encarnación de Dios-Hijo significa asumir la unidad con Dios no sólo de la
naturaleza humana sino asumir también en ella, en cierto modo, todo lo
que es « carne » toda la humanidad, todo
el mundo visible y material. La Encarnación, por tanto, tiene también su
significado cósmico y su dimensión cósmica. El « Primogénito de toda la
creación »,203 al
encarnarse en la humanidad individual de Cristo, se une en cierto modo a toda
la realidad del hombre, el cual es también « carne »,204 y
en ella a toda « carne » y a toda la creación.
51. Todo esto se realiza por obra del Espíritu Santo y, por
consiguiente, pertenece al contenido del gran Jubileo futuro. La Iglesia no
puede prepararse a ello de otro modo, sino es por el
Espíritu Santo. Lo que en « la plenitud de los tiempos » se realizó
por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la
memoria de la Iglesia. Por obra suya puede hacerse presente en la nueva fase de
la historia del hombre sobre la tierra: el año dos mil del nacimiento de
Cristo.
El Espíritu Santo, que cubrió con su sombra el cuerpo virginal de María, dando comienzo
en ella a la maternidad divina, al mismo tiempo hizo que su corazón
fuera perfectamente obediente a aquella autocomunicación de Dios que superaba
todo concepto y toda facultad humana. « ¡Feliz la que ha creído! »; 205 así
es saludada María por su parienta Isabel, que también estaba « llena de
Espíritu Santo »,206 En
las palabras de saludo a la que « ha creído »,
parece vislumbrarse un lejano (pero en realidad muy cercano) contraste con
todos aquellos de los que Cristo dirá que « no creyeron »,207 María
entró en la historia de la salvación del mundo mediante la obediencia de la fe.
Y la fe, en su esencia más profunda, es la apertura del
corazón humano ante el don: ante la autocomunicación de Dios por el
Espíritu Santo. Escribe San Pablo: « El Señor es el Espíritu, y donde
está el Espíritu del Señor, allí está la libertad ».208 Cuando
Dios Uno y Trino se abre al hombre por el Espíritu Santo, esta « apertura »
suya revela y, a la vez, da a la creatura-hombre la plenitud de la libertad.
Esta plenitud, de modo sublime, se ha manifestado precisamente mediante la fe
de María, mediante « la obediencia a la fe ».209 Sí,
« ¡feliz la que ha creído! ».
2. Motivo del Jubileo: se ha manifestado la gracia
52. La obra del Espíritu « que da la vida » alcanza
su culmen en el misterio de la Encarnación. No es posible dar la vida, que está
en Dios de modo pleno, sino es haciendo de ella la vida de un
Hombre, como lo es Cristo en su humanidad personalizada por el Verbo
en la unión hipostática. Y. al mismo tiempo, con el misterio de la Encarnación
se abre de un modo nuevo la fuente de esta vida divina
en la historia de la humanidad: el Espíritu Santo. EL Verbo, « Primogénito
de toda la creación », se convierte en « el primogénito entre muchos hermanos »210 y
así llega a ser también la cabeza del cuerpo que es la Iglesia, que nacerá en
la Cruz y se manifestará el día de Pentecostés; y es en la Iglesia la cabeza de
la humanidad: de los hombres de toda nación, raza, región y cultura, lengua y
continente, que han sido llamados a la salvación. « La Palabra se hizo carne;
(aquella Palabra en la que) estaba la vida, y la vida era la
Luz de los hombres ... A todos los que la recibieron les dio poder de
hacerse hijos de Dios ».211 Pero
todo esto se realizó y sigue realizándose incesantemente « por obra del
Espíritu Santo ».
« Hijos de Dios » son, en efecto, como enseña el Apóstol, « los
que son guiados por el Espíritu de Dios ».212 La
filiación de la adopción divina nace en los hombres sobre la base del misterio
de la Encarnación, o sea, gracias a Cristo, el eterno Hijo. Pero el nacimiento,
o el nacer de nuevo, tiene lugar cuando Dios Padre « ha
enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo ».213Entonces,
realmente « recibimos un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: «
¡Abbá, Padre! ».214 Por
tanto, aquella filiación divina, insertada en el alma humana con la gracia
santificante, es obra del Espíritu Santo. « El Espíritu mismo se une a nuestro
espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si
hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de
Cristo ».215 La
gracia santificante es en el hombre el principio y la fuente de la nueva vida:
vida divina y sobrenatural.
El don de esta nueva vida es como una respuesta definitiva de Dios a las
palabras del Salmista en las que, en cierto modo, resuena la voz de todas las
criaturas: « Envías tu soplo y son creadas, y renuevas la faz de la tierra ».216 Aquél
que en el misterio de la creación da al hombre y al cosmos la
vida en sus múltiples formas visibles e invisibles, la
renueva mediante el misterio de la Encarnación. De esta manera, la
creación es completada con la Encarnación e impregnada desde entonces por las
fuerzas de la redención que abarcan la humanidad y todo lo creado. Nos lo dice
San Pablo, cuya visión cósmico-teológica parece evocar la voz del antiguo
Salmo: « la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación
de los hijos de Dios »,217 esto
es, de aquellos que Dios, habiéndoles « conocido desde siempre », « los
predestinó a reproducir « la imagen de su Hijo ».218 Se
da así una « adopción sobrenatural » de los hombres, de la que es origen el
Espíritu Santo, amor y don. Como tal es dado a los hombres. Y en
la sobreabundancia del don increado, por medio del cual los
hombres « se hacen partícipes de la naturaleza divina ».219 Así
la vida humana es penetrada por la participación de la vida divina y recibe
también una dimensión divina y sobrenatural. Se tiene así la nueva vida en la
que, como partícipes del misterio de la Encarnación, « con el Espíritu Santo
pueden los hombres llegar hasta el Padre ».220 Hay,
por tanto, una íntima dependencia causal entre el Espíritu que
da la vida, la gracia santificante y aquella múltiple vitalidad
sobrenatural que surge en el hombre: entre el Espíritu increado y el
espíritu humano creado.
53. Puede decirse que todo esto se enmarca en el ámbito
del gran Jubileo mencionado antes. En efecto, es necesario ir
mas allá de la dimensión histórica del hecho, considerado exteriormente. Es
necesario insertar, en el mismo contenido cristológico del hecho, la dimensión
pneumatológica, abarcando con la mirada de la fe los dos milenios de la
acción del Espíritu de la verdad, el cual, a través de los siglos, ha
recibido del tesoro de la Redención de Cristo, dando a los hombres la nueva
vida, realizando en ellos la adopción en el Hijo unigénito, santificándolos, de
tal modo que puedan repetir con San Pablo: « hemos recibido el Espíritu que
viene de Dios ».221 Pero
siguiendo el tema del Jubileo, no es posible limitarse a los dos mil años
transcurridos desde el nacimiento de Cristo. Hay que mirar atrás, comprender
toda la acción del Espíritu Santo aún antes de Cristo: desde el
principio, en todo el mundo y, especialmente, en la economía de la
Antigua Alianza. En efecto, esta acción en todo lugar y tiempo, más aún, en
cada hombre, se ha desarrollado según el plan eterno de salvación, por el cual
está íntimamente unida al misterio de la Encarnación y de la Redención, que a
su vez ejerció su influjo en los creyentes en Cristo que había de venir. Esto
lo atestigua de modo particular la Carta a los Efesios.222 por
tanto, la gracia lleva consigo una característica cristológica y a la vez
pneumatológica que se verifica sobre todo en quienes explícitamente se adhieren
a Cristo: « En él (en Cristo) ... fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la
Promesa, que es prenda de nuestra herencia para redención del Pueblo de su
posesión ».223
Pero siempre en la perspectiva del gran Jubileo, debemos mirar más
abiertamente y caminar « hacia el mar abierto », conscientes de que « el viento
sopla donde quiere », según la imagen empleada por Jesús en el coloquio con
Nicodemo.224 El
Concilio Vaticano II, centrado sobre todo en el tema de la Iglesia, nos
recuerda la acción del Espíritu Santo incluso « fuera » del
cuerpo visible de la Iglesia. Nos habla justamente de « todos los
hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo visible.
Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una
sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo
ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se
asocien a este misterio pascual ».225
54. « Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en
espíritu y verdad ». 226 Estas
palabras las pronunció Jesús en otro de sus coloquios: aquél con la Samaritana.
El gran Jubileo, que se celebrará al final de este milenio y al comienzo del
que viene, ha de constituir una fuerte llamada dirigida a todos los que «
adoran a Dios en espíritu y verdad ». Ha de ser para todos una ocasión especial
para meditar el misterio de Dios uno y trino, que en sí mismo es
completamente trascendente respecto al mundo, especialmente el mundo
visible. En efecto, es Espíritu absoluto: « Dios es espíritu »; 227 y
a la vez, y de manera admirable no sólo está cercano a este mundo, sino
que está presente en él y, en cierto modo, inmanente, lo
penetra y vivifica desde dentro. Esto sirve especialmente para el hombre: Dios
está en lo íntimo de su ser como pensamiento, conciencia, corazón; es realidad
psicológica y ontológica ante la cual San Agustín decía: « es más
íntimo de mi intimidad ».228 Estas
palabras nos ayudan a entender mejor las que Jesús dirigió a la Samaritana: «
Dios es espíritu ». Solamente el Espíritu puede ser « más íntimo de mi
intimidad » tanto en el ser como en la experiencia espiritual;
solamente el Espíritu puede ser tan inmanente al hombre y al mundo, al
permanecer inviolable e inmutable en su absoluta trascendencia
Pero la presencia divina en el mundo y en el hombre se ha manifestado de
modo nuevo y de forma visible en Jesucristo. Verdaderamente en él « se ha
manifestado la gracia ».229 El
amor de Dios Padre, don, gracia infinita, principio de vida, se ha hecho
visible en Cristo, y en su humanidad se ha hecho « parte » del universo, del
género humano y de la historia. La « manifestación de la gracia en la historia
del hombre, mediante Jesucristo, se ha realizado por obra del Espíritu Santo,
que es el principio de toda acción salvífica de Dios en el mundo: es
el « Dios oculto » 230 que
como amor y don « llena la tierra ».231 Toda
la vida de la Iglesia, como se manifestará en el gran Jubileo, significa ir al
encuentro de Dios oculto, al encuentro del Espíritu que da la vida.
3. El Espíritu Santo en el drama interno del hombre: la carne
tiene apetencias contrarias al espíritu y el espíritu contrarias a la carne
55. Por desgracia, a través de la historia de la salvación resulta que
la cercanía y presencia de Dios en el hombre y en el mundo, aquella admirable
condescendencia del Espíritu, encuentra resistencia y oposición en
nuestra realidad humana. Desde este punto de vista son muy elocuentes las
palabras proféticas del anciano Simeón que « movido por el Espíritu, vino al
Templo de Jerusalén para anunciar ante el recién nacido de Belén que éste «
está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de
contradicción ».232 La
oposición a Dios, que es Espíritu invisible, nace ya en cierto modo en el
terreno de la diversidad radical del mundo respecto a él, esto es, de su «
visibilidad » y « materialidad » con relación a él, Espíritu « invisible » y «
absoluto »; nace de su esencial e inevitable imperfección respecto a él, ser perfectísimo.
Pero la oposición se convierte en drama y rebelión en el terreno ético, por
aquel pecado que toma posesión del corazón
humano, en el que « la carne tiene apetencias contrarias al espíritu,
y el espíritu contrarias a la carne ».233 Como
ya hemos dicho, el Espíritu debe « convencer al mundo » en lo referente a este
pecado.
San Pablo es quien de manera particular mente elocuente describe la
tensión y la lucha que turba el corazón humano. Leemos en la Carta a
los Gálatas: « Por mi parte os digo: Si vivís
según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues
la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la
carne, como son entre si antagónicos, de forma que no hacéis lo que quisierais
».234 Ya
en el hombre en cuanto ser compuesto, espiritual y corporal,
existe una cierta tensión, tiene lugar una cierta lucha entre el « espíritu » y
la « carne ». Pero esta lucha pertenece de hecho a la herencia del pecado, del
que es una consecuencia y, a la: vez, una confirmación. Forma parte de la
experiencia cotidiana. Como escribe el Apóstol: « Ahora bien, las obras
de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje ...
embriaguez, orgías y cosas semejantes ». Son los pecados que se podrían llamar
« carnales ». Pero el Apóstol añade también otros: « odios, discordias, celos,
iras, rencillas, divisiones, envidias ».235 Todo
esto son « las obras de la carne ».
Pero a estas obras, que son indudablemente malas, Pablo contrapone « el
fruto del Espíritu »: « amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad,
fidelidad, mansedumbre, dominio de sí ».236 Por
el contexto parece claro que para el Apóstol no se trata de discriminar o
condenar el cuerpo, que con el alma espiritual constituye la naturaleza del
hombre y su subjetividad personal; sino que trata de las obras, —mejor
dicho, de las disposiciones estables— virtudes y vicios, moralmente buenas
o malas, que son fruto de sumisión (en el primer caso)
o bien de resistencia (en el segundo) a la acción
salvífica del Espíritu Santo. Por ello, el Apóstol escribe: « Si
vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu ».237 Y
en otros pasajes dice: « Los que viven según la carne, desean lo carnal; más
los que viven según el Espíritu, lo espiritual »; « mas nosotros no estamos en
la carne, sino en el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en nosotros ».238 La
contraposición que San Pablo establece entre la vida « según el espíritu » y la
vida « según la carne », genera una contraposición ulterior: la de
la « vida » y la « muerte ».
« Las tendencias de la carne son muerte; mas las del espíritu, vida y paz »; de
aquí su exhortación: « Si vivis según la carne, moriréis. Pero si con el
Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis ».239
Por lo cual ésta es una exhortación a vivir en la verdad, esto
es, según los imperativos de la recta conciencia y, al mismo tiempo, es una
profesión de fe en el Espíritu de la verdad, que da la vida. En efecto, «
Aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa
de la justicia »; « Así que ... no somos deudores de la carne para
vivir según la carne »; 240 somos
mas bien, deudores de Cristo, que en el misterio pascual ha
realizado nuestra justificación consiguiéndonos el Espíritu Santo: « ¡Hemos
sido bien comprados! ».241
En los textos de San Pablo se superponen —y se compenetran
recíprocamente— la dimensión ontológica (la carne y el
espíritu), la ética (el bien y el mal) y la pneumatológica (la
acción del Espíritu Santo en el orden de la gracia). Sus palabras
(especialmente en las Cartas a los Romanos y a los
Gálatas) nos permiten conocer y sentir vivamente la fuerza de aquella
tensión y lucha que tiene lugar en el hombre entre la apertura a la acción del
Espíritu Santo, y la resistencia y oposición a él, a su don salvífico. Los
términos o polos contrapuestos son, por parte del hombre, su limitación y
pecaminosidad, puntos neurálgicos de su realidad psicológica y ética; y, por
parte de Dios, el misterio del don, aquella incesante donación
de la vida divina por el Espíritu Santo. ¿De quien será la victoria? De quien
haya sabido acoger el don.
56. Por desgracia, la resistencia al Espíritu Santo, que San Pablo
subraya en la dimensión interior y subjetiva como tensión,
lucha y rebelión que tiene lugar en el corazón humano, encuentra en las
diversas épocas históricas y, especialmente, en la época moderna su dimensión
externa, concentrándose como contenido de la cultura y de la
civilización, como sistema filosófico, como ideología, como
programa de acción y formación de los comportamientos humanos.
Encuentra su máxima expresión en el materialismo, ya sea en su
forma teórica —como sistema de pensamiento— ya sea en su forma práctica —como
método de lectura y de valoración de los hechos— y además como programa de
conducta correspondiente. El sistema que ha dado el máximo desarrollo y ha
llevado a sus extremas consecuencias prácticas esta forma de pensamiento, de
ideología y de praxis, es el materialismo dialéctico e histórico, reconocido hoy
como núcleo vital del marxismo.
Por principio y de hecho el materialismo excluye radicalmente
la presencia y la acción de Dios, que es Espíritu, en el mundo y, sobre todo,
en el hombre por la razón fundamental de que no acepta su existencia, al
ser un sistema esencial y programáticamente ateo. Es el fenómeno impresionante
de nuestro tiempo al que el Concilio Vaticano II ha dedicado algunas páginas
significativas: el ateísmo.242 Aunque
no se puede hablar del ateísmo de modo unívoco, ni se le puede reducir
exclusivamente a la filosofía materialista dado que existen varias especies de
ateísmo y quizás puede decirse que a menudo se usa esta palabra de modo
equívoco sin embargo es cierto que un materialismo verdadero y propio entendido
como teoría explica la realidad y tomado como principio clave de la acción
personal y social, tiene carácter ateo. El horizonte de los
valores y de los fines de la praxis, que él delimita, está íntimamente
unido a la interpretación de toda la realidad como « materia ». Si a veces
habla también del « espíritu » y de las « cuestiones del espíritu », por
ejemplo en el campo de la cultura o de la moral, lo hace solamente porque
considera algunos hechos como derivados (epifenómenos) de la materia, la cual
según este sistema es la forma única y exclusiva del ser. De aquí se sigue que,
según esta interpretación, la religión puede ser entendida solamente como una
especie de « ilusión idealista » que ha de ser combatida con los modos y
métodos más oportunos según los lugares y circunstancias históricas, para
eliminarlas de la sociedad y del corazón mismo del hombre.
Se puede decir, por tanto, que el materialismo es el desarrollo
sistemático y coherente de aquella « resistencia » y oposición denunciados por
San Pablo con estas palabras: « La carne tiene apetencias
contrarias al espíritu ». Este conflicto es, sin embargo, recíproco como lo
pone de relieve el Apóstol en la segunda parte de su máxima: « El espíritu
tiene apetencias contrarias a la carne ». El que quiere vivir según el
Espíritu, aceptando y correspondiendo a su acción salvífica, no puede dejar de
rechazar las tendencias y pretensiones internas y externas de la « carne »,
incluso en su expresión ideológica e histórica de « materialismo »
antirreligioso. En esta perspectiva tan característica de nuestro tiempo se
deben subrayar las « apetencias del espíritu » en los preparativos del gran Jubileo,
como llamadas que resuenan en la noche de un nuevo tiempo de adviento, donde al
final, como hace dos mil años, « todos verán la salvación de Dios ».243 Esta
es una posibilidad y una esperanza que la Iglesia confía a los hombres de hoy.
Ella sabe que el encuentro-choque entre las « apetencias contrarias al espíritu
» —que caracterizan tantos aspectos de la civilización contemporánea, especialmente
en algunos de sus ámbitos— y las « apetencias contrarias a la carne », con el
acercamiento de Dios, con su encarnación, con su comunicación siempre nueva del
Espíritu Santo, puede representar en muchos casos un carácter dramático y
terminar en nuevas derrotas humanas. Pero ella cree firmemente que, por parte
de Dios, existe siempre una comunicación salvífica, una venida salvífica y, si
acaso, un salvífico « convencer en lo referente al pecado » por obra del
Espíritu.
57. En la contraposición paulina entre el « espíritu » y la « carne »
está incluida también la contraposición entre la « vida » y la « muerte ». Este
es un grave problema sobre el que se debe decir ahora que el materialismo, como
sistema de pensamiento en cualquiera de sus versiones, significa la aceptación
de la muerte como final definitivo de la
existencia humana. Todo lo que es material es corruptible y, por
tanto, el cuerpo humano (en cuanto « animal ») es mortal. Si el hombre en su
esencia es sólo « carne », la muerte es para él una frontera y un término
insalvable. Entonces se entiende el que pueda decirse que la vida humana es
exclusivamente un « existir para morir ».
Es necesario añadir que en el horizonte de la civilización contemporánea
—especialmente la más avanzada en sentido técnico-científico— los
signos y señales de muerte han llegado a ser particularmente presentes
y frecuentes. Baste pensar en la carrera armamentista y en el peligro, a que la
misma conlleva, de una autodestrucción nuclear. Por otra parte, se hace cada
vez más patente a todos la grave situación de extensas regiones del planeta,
marcadas por la indigencia y el hambre que llevan a la muerte. Se trata de
problemas que no son sólo económicos, sino también y ante todo éticos. Pero en
el horizonte de nuestra época se vislumbran « signos de muerte » aún más
sombríos; se ha difundido el uso —que en algunos lugares corre el riesgo de
convertirse en institución— de quitar la vida a los seres humanos aún antes de
su nacimiento, o también antes de que lleguen a la meta natural de la muerte. Y
más aún, a pesar de tan nobles esfuerzos en favor de la paz, se han
desencadenado y se dan todavía nuevas guerras que privan de la vida o de la
salud a centenares de miles de hombres. Y ¿cómo no recordar los atentados a la
vida humana por parte del terrorismo, organizado incluso a escala
internacional?
Por desgracia, esto es solamente un esbozo parcial e incompleto
del cuadro de muerte que se está perfilando
en nuestra época, mientras nos acercamos cada vez más al final
del segundo milenio cristiano. Desde el sombrío panorama de la civilización
materialista y, en particular, desde aquellos signos de muerte que
se multiplican en el marco sociológico-histórico en que se mueve ¿no surge
acaso una nueva invocación, más o menos consciente, al Espíritu que da la vida?
En cualquier caso, incluso independientemente del grado de esperanza o de
desesperación humana, así como de las ilusiones o de los desengaños que se
derivan del desarrollo de los sistemas materialistas de pensamiento y de
vida, queda la certeza cristiana de que el viento sopla donde
quiere, de que nosotros poseemos « las primicias del Espíritu » y que, por
tanto, podemos estar también sujetos a los sufrimientos del tiempo que pasa,
pero « gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro
cuerpo »,244 esto
es, de nuestro ser humano, corporal y espiritual. Gemimos, sí, pero en una
espera llena de indefectible esperanza, porque precisamente a este ser humano
se ha acercado Dios, que es Espíritu. « Dios, habiendo enviado a su propio Hijo
en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado
en la carne ».245 En
el culmen del misterio pascual, el Hijo de Dios, hecho hombre y crucificado por
los pecados del mundo, se presentó en medio de sus discípulos después de la
resurrección, sopló sobre ellos y dijo: « Recibid el Espíritu Santo ». Este « soplo » permanece
para siempre. He aquí que « el Espíritu viene en ayuda de
nuestra flaqueza ».246
4. El Espíritu Santo fortalece el « hombre interior »
58. El misterio de la Resurrección y de Pentecostés es anunciado y
vivido por la Iglesia, que es la heredera y continuadora del testimonio de los
Apóstoles sobre la resurrección de Jesucristo. Es el testigo perenne de la
victoria sobre la muerte, que reveló la fuerza del Espíritu Santo y determinó
su nueva venida, su nueva presencia en los hombres y en el mundo. En efecto, en
la resurreción de Cristo, el Espíritu Santo Paráclito se reveló sobre todo como
el que da la vida: « Aquél que resucitó a Cristo de entre los muertos dará
también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en
vosotros ».247 En
nombre de la resurrección de Cristo la Iglesia anuncia la vida, que se
ha manifestado más allá del límite de la muerte, la vida que es más fuerte que
la muerte. Al mismo tiempo, anuncia al que da la vida: el
Espíritu vivificante; lo anuncia y coopera con él en dar la vida.
En efecto, « aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es
vida a causa de la justicia » 248 realizada
por Cristo crucificado y resucitado. Y en nombre de la resurrección de Cristo,
la Iglesia sirve a la vida que proviene de Dios mismo, en íntima unión y
humilde servicio al Espíritu. Precisamente por medio de este servicio el hombre
se convierte de modo siempre nuevo en « el camino de la
Iglesia », como dije ya en la Encíclica sobre Cristo
Redentor 249 y
ahora repito en ésta sobre el Espíritu Santo. La Iglesia unida al Espíritu, es
consciente más que nadie de la realidad del hombre interior, de
lo que en el hombre hay de más profundo y esencial, porque es
espiritual e incorruptible. A este nivel el Espíritu injerta la « raíz de
la inmortalidad »,250 de
la que brota la nueva vida, esto es, la vida del hombre en Dios que, como fruto
de su comunicación salvífica por el Espíritu Santo, puede desarrollarse y
consolidarse solamente bajo su acción. Por ello, el Apóstol se dirige a Dios en
favor de los creyentes, a los que dice: « Doblo mis rodillas ante el Padre ...
para que os conceda que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el
hombre interior ».251
Bajo el influjo del Espíritu Santo madura y se refuerza este hombre
interior, esto es, « espiritual ». Gracias a la comunicación divina el espíritu
humano que « conoce los secretos del hombre », se encuentra con el Espíritu que
« todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios ».252 Por
este Espíritu, que es el don eterno, Dios uno y trino se abre
al hombre, al espíritu humano. El soplo oculto del Espíritu divino hace
que el espíritu humano se abra, a su vez, a la acción de Dios salvífica y
santificante. Mediante el don de la gracia que viene del Espíritu el hombre
entra en « una nueva vida », es introducido en la realidad
sobrenatural de la misma vida divina y llega a ser « santuario del Espíritu
Santo », « templo vivo de Dios ».253 En
efecto, por el Espíritu Santo, el Padre y el Hijo vienen al hombre y ponen en
él su morada.254 En
la comunión de gracia con la Trinidad se dilata el « área vital » del hombre,
elevada a nivel sobrenatural por la vida divina. El hombre vive en Dios
y de Dios: vive « según el Espíritu » y « desea lo espiritual ».
59. La relación íntima con Dios por el Espíritu Santo hace que el hombre
se comprenda, de un modo nuevo, también a sí mismo y a su propia humanidad. De
esta manera, se realiza plenamente aquella imagen y semejanza de Dios que es el
hombre desde el principio.255 Esta
verdad íntima sobre el ser humano ha de ser descubierta constantemente a la luz
de Cristo que es el prototipo de la relación con Dios y, en él, debe ser
descubierta también la razón de « la entrega sincera de sí mismo a los demás »,
como escribe el Concilio Vaticano II; precisamente en razón de esta semejanza
divina se demuestra que el hombre « es la única criatura terrestre a la que
Dios ha amado por sí misma », en su dignidad de persona, pero abierta a la
integración y comunión social.256 El
conocimiento eficaz y la realización plena de esta verdad del ser se dan solamente
por obra del Espíritu Santo. El hombre llega al conocimiento de esta
verdad por Jesucristo y la pone en práctica en su vida por obra del Espíritu,
que el mismo Jesús nos ha dado.
En este camino, « camino de madurez interior » que supone el pleno
descubrimiento del sentido de la humanidad, Dios se acerca al hombre, penetra
cada vez más a fondo en todo el mundo humano. Dios uno y trino, que en sí mismo
« existe » como realidad trascendente de don interpersonal al
comunicarse por el Espíritu Santo como don al hombre, transforma el mundo
humano desde dentro, desde el interior de los corazones y de las
conciencias. De este modo el mundo, partícipe del don divino, se hace como
enseña el Concilio, « cada vez más humano, cada vez más profundamente humano »,257 mientras
madura en él, a través de los corazones y de las conciencias de los hombres, el
Reino en el que Dios será definitivamente « todo en todos »: 258 como
don y amor. Don y amor: éste es el eterno poder de la apertura de Dios uno y
trino al hombre y al mundo, por el Espíritu Santo.
En la perspectiva del año dos mil desde el nacimiento de Cristo se
trata de conseguir que un número cada vez mayor de hombres « puedan encontrar
su propia plenitud ... en la entrega sincera de sí mismo a los demás » según la
citada frase del Concilio. Que bajo la acción del Espíritu Paráclito se realice
en nuestro mundo el proceso de verdadera maduración en la humanidad, en la vida
individual y comunitaria por el cual Jesús mismo « cuando ruega al Padre que
"todos sean uno, como nosotros también somos uno" (Jn 17,
21-22), sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y
la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad ».259 El
Concilio reafirma esta verdad sobre el hombre, y la Iglesia ve en ella una
indicación particularmente fuerte y determinante de sus propias tareas
apostólicas. En efecto, si el hombre es « el camino de la Iglesia », este
camino pasa a través de todo el misterio de Cristo, como modelo divino del
hombre. Sobre este camino el Espíritu Santo, reforzando en cada uno de nosotros
« al hombre interior » hace que el hombre, cada vez mejor, pueda « encontrarse
en la entrega sincera de sí mismo a los demás ». Puede decirse que en estas
palabras de la Constitución pastoral del Concilio se compendia toda la
antropología cristiana: la teoría y la praxis, fundada en el Evangelio, en
la cual el hombre, descubriendo en sí mismo su pertenencia a Cristo, y en a la
elevación a « hijo de Dios », comprende mejor también su dignidad de hombre,
precisamente porque es el sujeto del acercamiento y de la presencia de Dios,
sujeto de la condescendencia divina en la que está contenida la perspectiva e
incluso la raíz misma de la glorificación definitiva. Entonces se puede repetir
verdaderamente que la « gloria de Dios es el hombre viviente, pero la vida del
hombre es la visión de Dios »: 260 el
hombre, viviendo una vida divina, es la gloria de Dios, y el Espíritu Santo es
el dispensador oculto de esta vida y de esta gloria. El —dice Basilio el
Grande— « simple en su esencia y variado en sus dones ... se reparte sin sufrir
división ... está presente en cada hombre capaz de recibirlo, como si sólo él
existiera y, no obstante, distribuye a todos gracia abundante y completa ».261
60. Cuando, bajo el influjo del Paráclito, los hombres descubren esta
dimensión divina de su ser y de su vida, ya sea como personas ya sea como
comunidad, son capaces de liberarse de los diversos determinismos derivados
principalmente de las bases materialistas del pensamiento, de la praxis y de su
respectiva metodología. En nuestra época estos factores han logrado penetrar
hasta lo más íntimo del hombre, en el santuario de la conciencia, donde el
Espíritu Santo infunde constantemente la luz y la fuerza de la vida nueva según
la libertad de los hijos de Dios. La madurez del hombre en esta vida está
impedida por los condicionamientos y las presiones que ejercen sobre él las
estructuras y los mecanismos dominantes en los diversos sectores de la
sociedad. Se puede decir que en muchos casos los factores sociales, en vez de
favorecer el desarrollo y la expansión del espíritu humano, terminan por
arrancarlo de la verdad genuina de su ser y de su vida, —sobre la que vela el
Espíritu Santo— para someterlo así al « Príncipe de este mundo ».
El gran Jubileo del año dos mil contiene, por tanto, un mensaje de
liberación por obra del Espíritu, que es el único que puede ayudar a las
personas y a las comunidades a liberarse de los viejos y nuevos determinismos,
guiándolos con la « ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús »,262 descubriendo
y realizando la plena dimensión de la verdadera libertad del hombre. En efecto
—como escribe San Pablo— « donde está el Espíritu del Señor, allí está la
libertad ».263 Esta
revelación de la libertad y, por consiguiente, de la verdadera dignidad del
hombre adquiere un significado particular para los cristianos y para la Iglesia
en estado de persecución —ya sea en los tiempos antiguos, ya sea en la
actualidad—, porque los testigos de la verdad divina son entonces una
verificación viva de la acción del Espíritu de la verdad, presente en el
corazón y en la conciencia de los fieles, y a menudo sellan con su martirio la
glorificación suprema de la dignidad humana.
También en las situaciones normales de la sociedad los cristianos,
como testigos de la auténtica dignidad del hombre, por su
obediencia al Espíritu Santo, contribuyen a la múltiple « renovación de la faz
de la tierra », colaborando con sus hermanos a realizar y valorar todo lo que
el progreso actual de la civilización, de la cultura, de la ciencia, de la
técnica y de los demás sectores del pensamiento y de la actividad humana, tiene
de bueno, noble y bello.264 Esto
lo hacen como discípulos de Cristo, —como escribe el Concilio— « constituido
Señor por su resurrección ... obra ya por virtud de su Espíritu en
el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino
alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos
propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia
vida y someter la tierra a este fin ».265 De
esta manera, afirman aún más la grandeza del hombre, hecho a imagen y semejanza
de Dios; grandeza que es iluminada por el misterio de la encarnación del Hijo
de Dios, el cual, « en la plenitud de los tiempos », por obra del Espíritu
Santo, ha entrado en la historia y se ha manifestado como verdadero hombre,
primogénito de toda criatura, « del cual proceden todas las cosas y para el
cual somos ».266
5. La Iglesia sacramento de la unión intima con Dios
61. Acercándose el final del segundo milenio, que a todos debe recordar
y casi hacer presente de nuevo la venida del Verbo en la plenitud de los
tiempos, la Iglesia, una vez más, trata de penetrar en
la esencia misma de su constitución divino-humana y de
aquella misión que la hace participar en la misión mesiánica de
Cristo, según la enseñanza y el plan siempre válido del Concilio Vaticano II.
Siguiendo esta línea, podemos remontarnos al Cenáculo donde Jesucristo revela
el Espíritu Santo como Paráclito, como Espíritu de la verdad, y habla de su
propia « partida » mediante la Cruz como condición necesaria de su « venida »:
« Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el
Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré ».267 Hemos
visto que este anuncio ha tenido ya su primera realización la tarde del día de
Pascua y luego durante la celebración de Pentecostés en Jerusalén, y que desde
entonces se verifica en la historia de la humanidad a través de la Iglesia.
A la luz de este anuncio adquiere igualmente pleno significado lo que
Jesús, durante la última Cena, dice a propósito de su
nueva «venida ». En efecto, es significativo que en el
mismo discurso de despedida, anuncie no sólo su « partida », sino también su
nueva « venida ». Dice textualmente: « No os dejaré huérfanos; volveré
a vosotros ».268 Y
en el momento de la despedida definitiva, antes de subir al cielo, repetirá aun
más explícitamente: « He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el
fin del mundo ».269 Esta
nueva « venida » de Cristo, este continuo venir para estar con los apóstoles y
con la Iglesia, este « yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo », ciertamente no cambia el hecho de su « partida »; le sigue a ésa tras
la conclusión de la actividad mesiánica de Cristo en la tierra, y tiene
lugar en el marco del preanunciado envío del Espíritu
Santo y, por así decir, se encuadra dentro de su misma misión.
Y sin embargo se cumple por obra del Espíritu Santo, el
cual hace que Cristo, que se ha ido, venga ahora y siempre de un modo nuevo.
Esta nueva venida de Cristo por obra del Espíritu Santo y su constante
presencia y acción en la vida espiritual, se realizan en la realidad
sacramental. En ella Cristo, que se ha ido en su humanidad visible,
viene, está presente y actúa en la Iglesia de una manera tan íntima que la
constituye como Cuerpo suyo. En cuanto tal, la Iglesia vive, actúa y crece « hasta
el fin del mundo ». Todo esto acontece por obra del Espíritu Santo.
62. La expresión sacramental más completa de la partida de Cristo por
medio del misterio de la Cruz y de la Resurrección es la
Eucaristía. En ella se realiza sacramentalmente cada vez su venida y
su presencia salvífica: en el Sacrificio y en la Comunión. Se realiza por obra
del Espíritu Santo, dentro de su propia misión.270 Mediante
la Eucaristía el Espíritu Santo realiza aquel «fortalecimiento
del hombre interior » del que habla la Carta a los Efesios.271 Mediante
la Eucaristía, las personas y comunidades, bajo la acción del Paráclito
consolador, aprenden a descubrir el sentido divino de la vida humana, aludido
por el Concilio: el sentido por el que Jesucristo « revela plenamente el hombre
al hombre », sugiriendo « una cierta semejanza entre la unión de las
Personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad
y en la caridad ».272 Esta
unión se expresa y se realiza especialmente mediante la Eucaristía en la que el
hombre, participando del sacrificio de Cristo, que tal celebración actualiza,
aprende también a « encontrarse ... en la entrega sincera de sí mismo » 273 en
la comunión con Dios y con los otros hombres, sus hermanos.
Por esto los primeros cristianos, ya desde los días que siguieron a la
venida del Espíritu Santo, « acudían asiduamente a la fracción del pan y a la
oración », formando así una comunidad unida en las enseñanzas de los apóstoles.274 De
esta manera « reconocían » que su Señor resucitado y ya ascendido al cielo,
venía nuevamente, en medio de ellos, en la comunidad eucarística de
la Iglesia y por medio de ésta. Guiada por el Espíritu Santo,
la Iglesia desde el principio se manifestó y se confirmó a sí misma
a través de la Eucaristía. Y así ha sido siempre en todas las generaciones
cristianas hasta nuestros días, hasta esta vigilia del cumplimiento del segundo
milenio cristiano. Ciertamente, debemos constatar, por desgracia, que el
milenio ya transcurrido ha sido el de las grandes divisiones entre los
cristianos. Por consiguiente, todos los creyentes en Cristo, a ejemplo de los
Apóstoles, deberán poner todo su empeño en conformar su pensamiento y acción a
la voluntad del Espíritu Santo, « principio de unidad de la Iglesia »,275 para
que todos los bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo, se
encuentren unidos como hermanos en la celebración de la misma Eucaristía «
sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad ».276
63. La presencia eucarística de Cristo, su sacramental « estoy con
vosotros », permite a la Iglesia descubrir cada vez más
profundamente su propio misterio, como atestigua toda la
eclesiología del Concilio Vaticano II, para el cual « la Iglesia es en Cristo
un sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima con Dios y de unidad
de todo el género humano ».277 Como
sacramento, la Iglesia se desarrolla desde el misterio pascual de la «
partida » de Cristo, viviendo de su « venida » siempre nueva por obra del
Espíritu Santo, dentro de la misma misión del Paráclito-Espíritu de la verdad.
Este es precisamente el misterio esencial de la Iglesia como proclama el
Concilio.
Si en virtud de la creación Dios es aquél en el que todos « vivimos, nos
movemos y existimos »,278 a
su vez la fuerza de la Redención perdura y se desarrolla en la historia del
hombre y del mundo como en un doble « ritmo », cuya fuente se encuentra en el
eterno Padre. Por un lado, es el ritmo de la misión del Hijo, que
ha venido al mundo, naciendo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo; y
por el otro, es también el ritmo de la misión del Espíritu Santo, como
ha sido revelado definitivamente por Cristo. Por medio de la « partida » del
Hijo, el Espíritu ha venido y viene constantemente como Paráclito y Espíritu de
la verdad. Y en el ámbito de su misión, casi como en la intimidad de la
presencia invisible del Espíritu, el Hijo, que « se había ido » a través del
misterio pascual, « viene » y está continuamente presente en el
misterio de la Iglesia, ocultándose o manifestándose en su historia y
dirigiendo siempre su curso. Todo esto tiene lugar sacramentalmente por obra
del Espíritu Santo, el cual, tomando de las riquezas de la Redención de Cristo,
da la vida continuamente. La Iglesia, al tomar conciencia cada vez más viva de
este misterio, se ve mejor a sí misma sobre todo como sacramento. Esto sucede
también porque, por voluntad de su Señor, mediante los diversos
sacramentos la Iglesia realiza su ministerio salvífico para el hombre.
El ministerio sacramental, cada vez que se realiza, lleva consigo el misterio
de la « partida » de Cristo mediante la Cruz y la Resurrección, por medio de la
cual viene el Espíritu Santo. Viene y actúa: « da la vida ». En efecto, los
Sacramentos significan la gracia y confieren la gracia; significan la
vida y dan la vida. La Iglesia es la dispensadora
visible de los signos sagrados, mientras el Espíritu Santo actúa en
ellos como dispensador invisible de la vida que significan.
Junto con el Espíritu está y actúa en ellos Cristo Jesús.
64. Si la Iglesia es el sacramento de la unión íntima con Dios, lo es en
Jesucristo, en quien esta misma unión se verifica como realidad
salvífica. Lo es en Jesucristo, por obra del Espíritu Santo. La
plenitud de la realidad salvífica, que es Cristo en la historia, se
difunde de modo sacramental por el poder del Espíritu
Paráclito. De este modo, el Espíritu Santo es « el otro Paráclito » o
« nuevo consolador » porque, mediante su acción, la Buena Nueva toma cuerpo en
las conciencias y en los corazones humanos y se difunde en la historia. En todo
está el Espíritu Santo que da la vida.
Cuando usamos la palabra « sacramento » referido a la Iglesia, hemos de
tener presente que en el texto conciliar la sacramentalidad de la
Iglesia aparece distinta de aquella que, en sentido estricto, es
propia de los Sacramentos. Leemos al respecto: « La Iglesia es ... como
un sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima con Dios
». Pero lo que cuenta y emerge del sentido analógico, con el que la palabra es
empleada en los dos casos, es la relación que la Iglesia tiene con el poder del
Espíritu Santo, que él solo da la vida; la Iglesia es signo e instrumento de la
presencia y de la acción del Espíritu vivificante.
El Vaticano II añade que la Iglesia es « un sacramento de
la unidad de todo el género humano ». Se trata evidentemente
de la unidad que el género humano, diferenciado en sí mismo de muchas
maneras, tiene de Dios y en Dios. Ella tiene sus raíces en el
misterio de la creación y adquiere una nueva dimensión en el misterio de la
Redención, en orden a la salvación universal. Puesto que Dios « quiere que
todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad »,279 la
Redención comprende todos los hombres y, en cierto modo, toda la
creación. En la misma dimensión universal de la
Redención actúa, en virtud de la « partida » de Cristo, el
Espíritu Santo. Por ello la Iglesia, fundamentada mediante su propio
misterio en la economía trinitaria de la salvación, con razón se ve a sí misma
como « sacramento de la unidad de todo el género humano ». Sabe que lo es por
el poder del Espíritu Santo, de cuyo poder es signo e instrumento en la
actuación del plan salvífico de Dios.
De este modo, se realiza la « condescendencia » del
infinito Amor trinitario: el acercamiento de Dios, Espíritu invisible, al mundo
visible. Dios uno y trino se comunica al hombre por el Espíritu Santo desde el
principio mediante su « imagen y semejanza ». Bajo la acción del mismo
Espíritu el hombre y, por medio de él, el mundo creado
redimido por Cristo, se acercan a su destino definitivo en Dios. De
este acercamiento de los dos polos de la creación y de la redención, Dios y el
hombre, la Iglesia se convierte en « sacramento, o sea signo e instrumento ».
Ella actúa para restablecer y reforzar la unidad en las raíces mismas del
género humano: en la relación de comunión que el hombre tiene con Dios como su
Creador, Señor y Redentor. Es una verdad que, en base a las enseñanzas del
Concilio, podemos meditar, desarrollar y aplicar en toda la extensión de su
significado en esta fase del paso del segundo al tercer milenio cristiano. Y
nos resulta entrañable tener conciencia cada vez más viva del hecho de que
dentro de la acción desarrollada por la Iglesia en la historia de la salvación
—que está inscrita en la historia de la humanidad— está presente y operante el
Espíritu Santo, aquél que con el soplo de la vida divina impregna la peregrinación
terrena del hombre y hace confluir toda la creación —toda la historia—hacia su
último término en el océano infinito de Dios.
6. El Espíritu y la Esposa dicen: « ¡Ven! »
65. El soplo de la vida divina, el Espíritu Santo, en
su manera más simple y común, se manifiesta y se hace sentir en la
oración. Es hermoso y saludable pensar que, en cualquier lugar del
mundo donde se ora, allí está el Espíritu Santo, soplo vital de la oración. Es
hermoso y saludable reconocer que si la oración está difundida en todo el orbe,
en el pasado, en el presente y en el futuro, de igual modo está extendida la
presencia y la acción del Espíritu Santo, que « alienta » la oración en el
corazón del hombre en toda la inmensa gama de las mas diversas situaciones y de
las condiciones, ya favorables, ya adversas a la vida espiritual y religiosa.
Muchas veces, bajo la acción del Espíritu, la oración brota del corazón del
hombre no obstante las prohibiciones y persecuciones, e incluso las
proclamaciones oficiales sobre el carácter arreligioso o incluso ateo de la
vida pública. La oración es siempre la voz de todos aquellos que aparentemente
no tienen voz, y en esta voz resuena siempre aquel « poderoso clamor », que
la Carta a los Hebreos atribuye a Cristo.280 La
oración es también la revelación de aquel abismo que
es el corazón del hombre: una profundidad que es de Dios y que
sólo Dios puede colmar, precisamente con el Espíritu
Santo. Leemos en San Lucas: « Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis
dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el
Espíritu Santo a los que se lo pidan ».281
El Espíritu Santo es el don, que viene al corazón del hombre junto con
la oración. En ella se manifiesta ante todo y sobre todo como el don
que « viene en auxilio de nuestra debilidad ». Es el rico pensamiento
desarrollado por San Pablo en la Carta a los Romanos cuando
escribe: « Nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el mismo
Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables ».282 Por
consiguiente, el Espíritu Santo no sólo hace que oremos, sino que nos guía «
interiormente » en la oración, supliendo nuestra insuficiencia y remediando
nuestra incapacidad de orar. Está presente en nuestra oración y le da una
dimensión divina.283 De
esta manera, « el que escruta los corazones conoce cual es la
aspiración del Espíritu y que su intercesión a favor de los santos es
según Dios ».284 La
oración por obra del Espíritu Santo llega a ser la expresión cada vez más
madura del hombre nuevo, que por medio de ella participa de la vida divina.
Nuestra difícil época tiene especial necesidad de la oración. Si en el transcurso de la historia
—ayer como hoy— muchos hombres y mujeres han dado testimonio de la importancia
de la oración, consagrándose a la alabanza a Dios y a la vida de oración, sobre
todo en los Monasterios, con gran beneficio para la Iglesia, en estos años va
aumentando también el número de personas que, en movimientos o grupos cada vez
más extendidos, dan la primacía a la oración y en ella buscan la
renovación de la vida espiritual. Este es un síntoma significativo y
consolador, ya que esta experiencia ha favorecido realmente la renovación de la
oración entre los fieles que han sido ayudados a considerar mejor el Espíritu
Santo, que suscita en los corazones un profundo anhelo de santidad.
En muchos individuos y en muchas comunidades madura la conciencia de
que, a pesar del vertiginoso progreso de la civilización técnico-científica y
no obstante las conquistas reales y las metas alcanzadas, el hombre y
la humanidad están amenazados. Frente a este peligro, y habiendo ya
experimentado antes la espantosa realidad de la decadencia espiritual del
hombre, personas y comunidades enteras —como guiados por un sentido interior de
la fe— buscan la fuerza que sea capaz de levantar al hombre, salvarlo de sí
mismo, de su propios errores y desorientaciones, que con frecuencia convierten
en nocivas sus propias conquistas. Y de esta manera descubren la oración, en la
que se manifiesta « el Espíritu que viene en ayuda de nuestra flaqueza ». De
este modo, los tiempos en que vivimos acercan al Espíritu Santo muchas personas
que vuelven a la oración. Y confío en que todas ellas encuentren en la
enseñanza de esta Encíclica una ayuda para su vida interior y consigan
fortalecer, bajo la acción del Espíritu, su compromiso de oración, de acuerdo
con la Iglesia y su Magisterio.
66. En medio de los problemas, de las desilusiones y esperanzas, de las
deserciones y retornos de nuestra época, la Iglesia permanece fiel
al misterio de su nacimiento. Si es un hecho histórico que la Iglesia
salió del Cenáculo el día de Pentecostés, se puede decir en cierto modo que
nunca lo ha dejado. Espiritualmente el acontecimiento de Pentecostés no
pertenece sólo al pasado: la Iglesia está siempre en el Cenáculo que lleva en
su corazón. La Iglesia persevera en la oración, como los
Apóstoles junto a María, Madre de Cristo, y junto a aquellos
que constituían en Jerusalén el primer germen de la comunidad cristiana y
aguardaban , en oración, la venida del Espíritu Santo.
La Iglesia persevera en oración con María. Esta unión de la Iglesia
orante con la Madre de Cristo forma parte del misterio de la Iglesia desde el
principio: la vemos presente en este misterio como está presente en el misterio
de su Hijo. Nos lo dice el Concilio: « La Virgen Santísima ...
cubierta con la sombra del Espíritu Santo ... dio a la luz al Hijo, a quien
Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8,
29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor
materno »; ella, « por sus gracias y dones singulares, ... unida con la Iglesia
... es tipo de la Iglesia ».285 «
La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad ... se
hace también madre » y « a imitación de la Madre de su Señor, por la
virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza
sólida y una caridad sincera ». Ella (la Iglesia) « es igualmente
virgen, que guarda ... la fe prometida al Esposo ». 286
De este modo se comprende el profundo sentido del motivo por el que la
Iglesia, unida a la Virgen Madre, se dirige incesantemente como Esposa a su
divino Esposo, como lo atestiguan las palabras del Apocalipsis que cita el
Concilio: « El Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: « ¡Ven! ».287 La
oración de la Iglesia es esta invocación incesante en la que a el Espíritu
mismo intercede por nosotros »; en cierta manera él mismo la pronuncia con la
Iglesia y en la Iglesia. En efecto, el Espíritu ha sido dado a
la Iglesia para que, por su poder, toda la comunidad del pueblo de Dios, a
pesar de sus múltiples ramificaciones y diversidades, persevere en la
esperanza: aquella esperanza en la que « hemos sido salvados ».288 Es la
esperanza escatológica, la esperanza del cumplimiento definitivo en
Dios, la esperanza del Reino eterno, que se realiza por la participación en la
vida trinitaria. El Espíritu Santo, dado a los Apóstoles como Paráclito, es
el custodio y el animador de esta esperanza en el
corazón de la Iglesia.
En la perspectiva del tercer milenio después de Cristo, mientras « el
Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús; "¡Ven!", esta oración suya
conlleva, como siempre, una dimensión escatológica destinada también a dar
pleno significado a la celebración del gran Jubileo. Es una oración encaminada
a los destinos salvíficos hacia los cuales el Espíritu Santo abre los corazones
con su acción a través de toda la historia del hombre en la tierra. Pero al
mismo tiempo, esta oración se orienta hacia un momento concreto de
la historia, en el que se pone de relieve la « plenitud de los tiempos »,
marcada por el año dos mil. La Iglesia desea prepararse a este
Jubileo por medio del Espíritu Santo, así como por el Espíritu Santo fue
preparada la Virgen de Nazaret, en la que el Verbo se hizo carne.
CONCLUSIÓN
67. Deseamos concluir estas consideraciones en el corazón de la Iglesia
y en el corazón del hombre. El camino de la Iglesia pasa a través del corazón
del hombre porque está aquí el lugar recóndito del encuentro
salvífico con el Espíritu Santo, con el Dios oculto y, precisamente
aquí el Espíritu Santo se convierte en « fuente de agua que brota para vida
eterna ».289 El
llega aquí como Espíritu de la verdad y como Paráclito, del mismo modo que
había sido prometido por Cristo. Desde aquí él actúa como Consolador,
Intercesor y Abogado, especialmente cuando el hombre,
o la humanidad, se encuentra ante el juicio de condena de aquel « acusador »,
del que el Apocalipsis dice que « acusa » a nuestros hermanos día y noche
delante de nuestro Dios ».290 El
Espíritu Santo no deja de ser el custodio de la esperanza en
el corazón del hombre: la esperanza de todas las criaturas humanas y,
especialmente, de aquellas que « poseen las primicias del Espíritu » y «
esperan la redención de su cuerpo ».291
El Espíritu Santo, en su misterioso vínculo de comunión divina con el
Redentor del hombre, continua su obra; recibe de Cristo y lo transmite a todos,
entrando incesantemente en la historia del mundo a través del corazón del
hombre. En este viene a ser —como proclama la Secuencia de la solemnidad de
Pentecostés— verdadero « padre de los pobres, dador de sus dones, luz
de los corazones »; se convierte en « dulce huésped del
alma », que la Iglesia saluda incesantemente en el umbral de la
intimidad de cada hombre. En efecto, él trae « descanso » y « refrigerio » en
medio de las fatigas del trabajo físico e intelectual; trae « descanso » y «
brisa » en pleno calor del día, en medio de las inquietudes, luchas y peligros
de cada época; trae por último, el « consuelo » cuando el corazón humano llora
y está tentado por la desesperación.
Por esto la misma Secuencia exclama: « Sin tu ayuda nada hay en
el hombre, nada que sea bueno ». En efecto, sólo el Espíritu Santo «
convence en lo referente al pecado » y al mal, con el fin de instaurar el bien
en el hombre y en el mundo: para « renovar la faz de la tierra ». Por eso realiza
la purificación de todo lo que « desfigura » al hombre, de todo « lo que está
manchado »; cura las heridas incluso las más profundas de la existencia humana;
cambia la aridez interior de las almas transformándolas en fértiles campos de
gracia y santidad. « Doblega lo que está rígido », « calienta lo que está frío
», « endereza lo que está extraviado » a través de los caminos de la salvación.292
Orando de esta manera, la Iglesia profesa incesantemente su fe: existe
en nuestro mundo creado un Espíritu, que es un don increado. Es el
Espíritu del Padre y del Hijo; como el Padre y el Hijo es increado, inmenso,
eterno, omnipotente, Dios y Señor.293Este
Espíritu de Dios « llena la tierra » y todo lo creado reconoce en él la fuente
de su propia identidad, en él encuentra su propia expresión trascendente, a
él se dirige y lo espera, lo
invoca con su mismo ser. A él, como Paráclito, como Espíritu de la verdad y del
amor, se dirige el hombre que vive de la verdad y del amor y que
sin la fuente de la verdad y del amor no puede vivir. A él se
dirige la Iglesia, que es el corazón de la humanidad, para pedir para todos y
dispensar a todos aquellos dones del amor, que por su medio «
ha sido derramado en nuestros corazones ».294 A
él se dirige la Iglesia a lo largo de los intrincados caminos de la
peregrinación del hombre sobre la tierra; y pide, de modo incesante la
rectitud de los actos humanos como obra suya; pide el gozo y
el consuelo que solamente él, verdadero consolador, puede traer
abajándose a la intimidad de los corazones humanos; 295 pide la
gracia de las virtudes, que merecen la gloria celeste; pide la
salvación eterna en la plena comunicación divina a la que el Padre ha «
predestinado » eternamente a los hombres creados por amor a imagen y semejanza
de la Santísima Trinidad.
La Iglesia con su corazón, que abarca todos los corazones humanos, pide
al Espíritu Santo la felicidad que sólo en Dios tiene su realización plena: la
alegría « que nadie podrá quitar »,296 la
alegría que es fruto del amor y, por consiguiente, de Dios que
es amor; pide « justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo » en el que, según
San Pablo, consiste el Reino de Dios.297
También la paz es fruto del amor: esa paz interior que
el hombre cansado busca en la intimidad de su ser; esa paz que piden la
humanidad, la familia humana, los pueblos, las naciones, los continentes, con
la ansiosa esperanza de obtenerla en la perspectiva del paso del segundo milenio
cristiano. Ya que el camino de la paz pasa en definitiva a través del
amor y tiende a crear la civilización del amor, la Iglesia fija su
mirada en aquél que es el amor del Padre y del Hijo y, a pesar de las
crecientes amenazas, no deja de tener confianza, no deja de invocar y
de servir a la paz del hombre sobre la tierra. Su confianza se funda
en aquél que siendo Espíritu-amor, es también el Espíritu de la
paz y no deja de estar presente en nuestro mundo, en el horizonte de
las conciencias y de los corazones, para « llenar la tierra » de amor y de paz.
Ante él me arrodillo al terminar estas consideraciones implorando que,
como Espíritu del Padre y del Hijo, nos conceda a todos la bendición y
la gracia, que deseo transmitir en el nombre de la Santísima Trinidad,
a los hijos y a las hijas de la Iglesia y a toda la familia humana.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 18 de mayo, solemnidad de
Pentecostés del año 1986, octavo de mi Pontificado.
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