SANTA MISA
HOMILÍA:
En
la Misa celebrada en el centro de convenciones Palexpo de Ginebra, con motivo
de su visita a la ciudad suiza para asistir al 70º aniversario de la fundación
del Consejo Ecuménico de las Iglesias, el Papa Francisco reflexionó sobre tres
palabras del “Padre nuestro”: Padre, pan y perdón.
El
Pontífice resaltó la necesidad de rezar el “Padre nuestro” para regresar a las
raíces cristianas en un tiempo en que las sociedades parecen haber quedado
desarraigadas.
“Cada
vez que hacemos la señal de la cruz al comienzo de la jornada y antes de cada
actividad importante, cada vez que decimos ‘Padre nuestro’, renovamos las
raíces que nos dan origen. Tenemos necesidad de ello en nuestras sociedades a
menudo desarraigadas. El ‘Padre nuestro’ fortalece nuestras raíces”, subrayó
Francisco.
A
continuación, la homilía del Papa Francisco:
Padre,
pan, perdón. Tres palabras que nos regala el Evangelio de hoy. Tres palabras
que nos llevan al corazón de la fe.
«Padre»
—así comienza la oración—. Puede ir seguida de otras palabras, pero no se puede
olvidar la primera, porque la palabra “Padre” es la llave de acceso al corazón
de Dios; porque solo diciendo Padre rezamos en lenguaje cristiano. Rezamos “en
cristiano”: no a un Dios genérico, sino a un Dios que es sobre todo Papá. De hecho,
Jesús nos ha pedido que digamos «Padre nuestro que estás en el cielo», en vez
de “Dios del cielo que eres Padre”. Antes de nada, antes de ser infinito y
eterno, Dios es Padre.
De
él procede toda paternidad y maternidad (cf. Ef 3,15). En él está el origen de
todo bien y de nuestra propia vida. «Padre nuestro» es por tanto la fórmula de
la vida, la que revela nuestra identidad: somos hijos amados. Es la fórmula que
resuelve el teorema de la soledad y el problema de la orfandad.
Es
la ecuación que nos indica lo que hay que hacer: amar a Dios, nuestro Padre, y
a los demás, nuestros hermanos. Es la oración del nosotros, de la Iglesia; una
oración sin el yo y sin el mío, toda dirigida al tú de Dios («tu nombre», «tu
reino», «tu voluntad») y que se conjuga solo en la primera persona del plural:
«Padre nuestro», dos palabras que nos ofrecen señales para la vida espiritual.
Así,
cada vez que hacemos la señal de la cruz al comienzo de la jornada y antes de
cada actividad importante, cada vez que decimos «Padre nuestro», renovamos las
raíces que nos dan origen. Tenemos necesidad de ello en nuestras sociedades a
menudo desarraigadas.
El
«Padre nuestro» fortalece nuestras raíces. Cuando está el Padre, nadie está
excluido; el miedo y la incertidumbre no triunfan. Aflora la memoria del bien,
porque en el corazón del Padre no somos personajes virtuales, sino hijos
amados. Él no nos une en grupos que comparten los mismos intereses, sino que
nos regenera juntos como familia.
No
nos cansemos de decir «Padre nuestro»: nos recordará que no existe ningún hijo
sin Padre y que, por tanto, ninguno de nosotros está solo en este mundo. Pero
nos recordará también que no hay Padre sin hijos: ninguno de nosotros es hijo
único, cada uno debe hacerse cargo de los hermanos de la única familia humana.
Diciendo
«Padre nuestro» afirmamos que todo ser humano nos pertenece, y frente a tantas
maldades que ofenden el rostro del Padre, nosotros sus hijos estamos llamados a
actuar como hermanos, como buenos custodios de nuestra familia, y a esforzarnos
para que no haya indiferencia hacia el hermano, hacia ningún hermano: ni hacia
el niño que todavía no ha nacido ni hacia el anciano que ya no habla, como
tampoco hacia el conocido que no logramos perdonar ni hacia el pobre
descartado.
Esto
es lo que el Padre nos pide, nos manda que nos amemos con corazón de hijos, que
son hermanos entre ellos.
Pan.
Jesús nos dice que pidamos cada día el pan al Padre. No hace falta pedir más:
solo el pan, es decir, lo esencial para vivir. El pan es sobre todo la comida
suficiente para hoy, para la salud, para el trabajo diario; la comida que por
desgracia falta a tantos hermanos y hermanas nuestros. Por esto digo: ¡Ay de
quien especula con el pan! El alimento básico para la vida cotidiana de los
pueblos debe ser accesible a todos.
Pedir
el pan cotidiano es decir también: “Padre, ayúdame a llevar una vida más
sencilla”. La vida se ha vuelto muy complicada. Diría que hoy para muchos está
como “drogada”: se corre de la mañana a la tarde, entre miles de llamadas y
mensajes, incapaces de detenernos ante los rostros, inmersos en una complejidad
que nos hace frágiles y en una velocidad que fomenta la ansiedad. Se requiere
una elección de vida sobria, libre de lastres superfluos.
Una
elección contracorriente, como hizo en su tiempo san Luis Gonzaga, que hoy
recordamos. La elección de renunciar a tantas cosas que llenan la vida, pero
vacían el corazón. Elijamos la sencillez del pan para volver a encontrar la
valentía del silencio y de la oración, fermentos de una vida verdaderamente humana.
Elijamos a las personas antes que a las cosas, para que surjan relaciones
personales, no virtuales. Volvamos a amar la fragancia genuina de lo que nos
rodea.
Cuando era pequeño, en casa, si el pan se caía de la mesa, nos enseñaban a
recogerlo rápidamente y a besarlo. Valorar lo sencillo que tenemos cada día,
protegerlo: no usar y tirar, sino valorar y conservar.
Además,
el «Pan de cada día», no lo olvidemos, es Jesús. Sin él no podemos hacer nada
(cf. Jn 15,5). Él es el alimento primordial para vivir bien. Sin embargo, a
veces lo reducimos a una guarnición. Pero si él no es el alimento de nuestra
vida, el centro de nuestros días, el respiro de nuestra cotidianidad, nada
vale. Pidiendo el pan suplicamos al Padre y nos decimos cada día: sencillez de
vida, cuidado del que está a nuestro alrededor, Jesús sobre todo y antes de
nada.
Perdón.
Es difícil perdonar, siempre llevamos dentro un poco de amargura, de
resentimiento, y cuando alguien que ya habíamos perdonado nos provoca, el
rencor vuelve con intereses. Pero el Señor espera nuestro perdón como un
regalo. Nos debe hacer pensar que el único comentario original al Padre
nuestro, el que hizo Jesús, se concentre sobre una sola frase: «Porque si
perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre
celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará
vuestras ofensas» (Mt 6,14-15).
El
perdón es la cláusula vinculante del Padre nuestro. Dios nos libera el corazón
de todo pecado, perdona todo, todo, pero nos pide una cosa: que nosotros, al
mismo tiempo, no nos cansemos de perdonar a los demás. Quiere que cada uno
otorgue una amnistía general a las culpas ajenas.
Tendríamos
que hacer una buena radiografía del corazón, para ver si dentro de nosotros hay
barreras, obstáculos para el perdón, piedras que remover. Y entonces decir al
Padre: “¿Ves este peñasco?, te lo confío y te ruego por esta persona, por esta
situación; aun cuando me resulta difícil perdonar, te pido la fuerza para poder
hacerlo”.
El
perdón renueva, hace milagros. Pedro experimentó el perdón de Jesús y llegó a
ser pastor de su rebaño; Saulo se convirtió en Pablo después de haber sido
perdonado por Esteban; cada uno de nosotros renace como una criatura nueva
cuando, perdonado por el Padre, ama a sus hermanos. Solo entonces introducimos
en el mundo una verdadera novedad, porque no hay mayor novedad que el perdón,
que cambia el mal en bien. Lo vemos en la historia cristiana.
Perdonarnos
entre nosotros, re descubrirnos hermanos después de siglos de controversias y
laceraciones, cuánto bien nos ha hecho y sigue haciéndonos. El Padre es feliz
cuando nos amamos y perdonamos de corazón (cf. Mt 18,35). Y entonces nos da su
Espíritu. Pidamos esta gracia: no encerrarnos con un corazón endurecido,
reclamando siempre a los demás, sino dar el primer paso, en la oración, en el
encuentro fraterno, en la caridad concreta. Así seremos más semejantes al
Padre, que ama sin esperar nada a cambio. Y él derramará sobre nosotros el
Espíritu de la unidad...
Contemplación:
Oh, Padre; nuestra formula de vida nuestra identidad esta ensamblada en Ti
nada seremos, si no reconocemos que estamos contigo, que necesitamos de tu presencia.
Padre; te imploramos abre la llave de acceso al corazón, para que permanentemente
respondamos con fidelidad a Tu Divinidad, en estos tiempos donde muchos te han abandonado.
Por todo lo que te ofendemos te pedimos perdón.
Queremos renovar las raíces cristianas, amarnos los unos a los otros como nos
enseña Jesús.
Permitenos para que nuestros labios solo sean,oración y alabanza siempre, porque necesitamos de Tú presencia, de Tú amor eterno e infinito.
Amor que todo lo renueva que nos regala el pan de cada día, y nos da la vida eterna.
Amén
Perla
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