A continuación, el texto completo de la Homilía del Papa
Francisco:
«Pedro
fue corriendo al sepulcro» (Lc 24,12). ¿Qué pensamientos bullían en la mente y
en el corazón de Pedro mientras corría? El Evangelio nos dice que los Once, y
Pedro entre ellos, no creyeron el testimonio de las mujeres, su anuncio
pascual. Es más, «lo tomaron por un delirio» (v.11). En el corazón de Pedro
había por tanto duda, junto a muchos sentimientos negativos: la tristeza por la
muerte del Maestro amado y la desilusión por haberlo negado tres veces durante
la Pasión. Hay en cambio un detalle que marca un cambio: Pedro, después de
haber escuchado a las mujeres y de no haberlas creído, «sin embargo, se
levantó» (v.12). No se quedó sentado a pensar, no se encerró en casa como los
demás. No se dejó atrapar por la densa atmósfera de aquellos días, ni dominar
por sus dudas; no se dejó hundir por los remordimientos, el miedo y las
continuas habladurías que no llevan a nada. Buscó a Jesús, no a sí mismo.
Prefirió la vía del encuentro y de la confianza y, tal como estaba, se levantó
y corrió hacia el sepulcro, de dónde regresó «admirándose de lo sucedido»
(v.12). Este fue el comienzo de la «resurrección» de Pedro, la resurrección de
su corazón. Sin ceder a la tristeza o a la oscuridad, se abrió a la voz de la
esperanza: dejó que la luz de Dios entrara en su corazón sin apagarla. También
las mujeres, que habían salido muy temprano por la mañana para realizar una
obra de misericordia, para llevar los aromas a la tumba, tuvieron la misma
experiencia. Estaban «despavoridas y mirando al suelo», pero se impresionaron
cuando oyeron las palabras del ángel: «¿Por qué buscáis entre los muertos al
que vive?» (v.5). Al igual que Pedro y las mujeres, tampoco nosotros
encontraremos la vida si permanecemos tristes y sin esperanza y encerrados en
nosotros mismos. Abramos en cambio al Señor nuestros sepulcros sellados, para
que Jesús entre y lo llene de vida; llevémosle las piedras del rencor y las
losas del pasado, las rocas pesadas de las debilidades y de las caídas. Él
desea venir y tomarnos de la mano, para sacarnos de la angustia. Pero la
primera piedra que debemos remover esta noche es ésta: la falta de esperanza
que nos encierra en nosotros mismos. Que el Señor nos libre de esta terrible
trampa de ser cristianos sin esperanza, que viven como si el Señor no hubiera
resucitado y nuestros problemas fueran el centro de la vida. Continuamente
vemos, y veremos, problemas cerca de nosotros y dentro de nosotros. Siempre los
habrá, pero en esta noche hay que iluminar esos problemas con la luz del
Resucitado, en cierto modo hay que «evangelizarlos». No permitamos que la
oscuridad y los miedos atraigan la mirada del alma y se apoderen del corazón,
sino escuchemos las palabras del Ángel: el Señor «no está aquí. Ha resucitado»
(v.6); Él es nuestra mayor alegría, siempre está a nuestro lado y nunca nos
defraudará. Este es el fundamento de la esperanza, que no es simple optimismo,
y ni siquiera una actitud psicológica o una hermosa invitación a tener ánimo.
La esperanza cristiana es un don que Dios nos da si salimos de nosotros mismos
y nos abrimos a él. Esta esperanza no defrauda porque el Espíritu Santo ha sido
infundido en nuestros corazones (cf. Rm 5,5). El Paráclito no hace que todo
parezca bonito, no elimina el mal con una varita mágica, sino que infunde la
auténtica fuerza de la vida, que no consiste en la ausencia de problemas, sino
en la seguridad de que Cristo, que por nosotros ha vencido el pecado, la muerte
y el temor, siempre nos ama y nos perdona. Hoy es la fiesta de nuestra
esperanza, la celebración de esta certeza: nada ni nadie nos podrá apartar
nunca de su amor (cf. Rm 8,39). El Señor está vivo y quiere que lo busquemos
entre los vivos. Después de haberlo encontrado, invita a cada uno a llevar el
anuncio de Pascua, a suscitar y resucitar la esperanza en los corazones
abrumados por la tristeza, en quienes no consiguen encontrar la luz de la vida.
Hay tanta necesidad de ella hoy. Olvidándonos de nosotros mismos, como siervos
alegres de la esperanza, estamos llamados a anunciar al Resucitado con la vida
y mediante el amor; si no es así seremos un organismo internacional con un gran
número de seguidores y buenas normas, pero incapaz de apagar la sed de
esperanza que tiene el mundo. ¿Cómo podemos alimentar nuestra esperanza? La
liturgia de esta noche nos propone un buen consejo. Nos enseña a hacer memoria
de las obras de Dios. Las lecturas, en efecto, nos han narrado su fidelidad, la
historia de su amor por nosotros. La Palabra viva de Dios es capaz de
implicarnos en esta historia de amor, alimentando la esperanza y reavivando la
alegría. Nos lo recuerda también el Evangelio que hemos escuchado: los ángeles,
para infundir la esperanza en las mujeres, dicen: «Recordad cómo [Jesús] os
habló» (v.6). No olvidemos su Palabra y sus acciones, de lo contrario
perderemos la esperanza; hagamos en cambio memoria del Señor, de su bondad y de
sus palabras de vida que nos han conmovido; recordémoslas y hagámoslas
nuestras, para ser centinelas del alba que saben descubrir los signos del
Resucitado. Queridos hermanos y hermanas, ¡Cristo ha resucitado! Abrámonos a la
esperanza y pongámonos en camino; que el recuerdo de sus obras y de sus
palabras sea la luz resplandeciente que oriente nuestros pasos confiadamente
hacia la Pascua que no conocerá ocaso.
Aci Prensa
Contemplación:
Amado Señor, para
estos tiempos nos has dado un Pastor, el Santo Padre Francisco, con el don de
la Palabra: revestida impregnada y perfumada de tu Santo Espíritu.
Él nos lleva a
conectarnos a vivir las profundidades del alma y el corazón sediento de
justicia, nos permite ver la cruda realidad, con ojos iluminados por la fe y esperanza.
En cada homilía,
nos da el arma, que tomamos convirtiéndola en coraza que nos llenan de poder santificador,
poder que interactúa entre el intelecto razón, el corazón y la fe.
Dándonos valentía,
fortaleza para continuar la misión de llevar a cada rincón de la tierra, al
Cristo vivo que nos alimenta cada día con la Verdad de la Palabra y la Sagrada Eucaristía.
El Cristo que nos dejó
a su Iglesia de pie, alertándonos de la
persecución diciendo “no tengan miedo”; en el transcurrir de los siglos y el
hoy cada cristiano se abraza al Rey de la Misericordia.
Señor aquí vamos; en cada Cuaresma, en cada Semana
Santa recordamos tu entrega y fidelidad al Padre, el amor incondicional por
toda la humanidad.
Cada año animamos al corazón uniéndonos como nos
dice el Santo Padre Francisco al Cristo vivo: esperando, deseando se haga la
voluntad del Padre Dios y podamos por su gracia ver Tu pronta Venida .
Amén
Perla
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