SAN PEDRO Y SAN PABLO
Plaza san pedrosanta misa:
santo padre francisco
En su
homilía, el Papa dijo: "Preguntémonos si somos cristianos de salón, de
esos que comentan cómo van las cosas en la Iglesia y en el
mundo, o si somos apóstoles en camino, que confiesan a Jesús con la vida porque lo llevan en el
corazón".
A
continuación, el texto completo de la homilía del Pontífice:
La liturgia
de hoy nos ofrece tres palabras fundamentales para la vida del apóstol:
confesión, persecución, oración.
La
confesión es la de Pedro en el Evangelio, cuando el Señor pregunta, ya no de
manera general, sino particular. Jesús, en efecto, pregunta primero: «¿Quién
dice la gente que es el Hijo del Hombre?» (Mt 16,13). Y de esta «encuesta» se
revela de distintas maneras que la gente considera a Jesús un profeta. Es
entonces cuando el Maestro dirige a sus discípulos la pregunta realmente
decisiva: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 15). A este punto,
responde sólo Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (v. 16). Esta
es la confesión: reconocer que Jesús es el Mesías esperado, el Dios vivo, el
Señor de nuestra vida.
Jesús nos hace también hoy a nosotros esta pregunta esencial, la
dirige a todos, pero especialmente a nosotros pastores. Es la pregunta
decisiva, ante la que no valen respuestas circunstanciales porque se trata de
la vida: y la pregunta sobre la vida exige una respuesta de vida. Pues de poco
sirve conocer los artículos de la fe si no se confiesa a Jesús como Señor de la
propia vida. Él nos mira hoy a los ojos y nos pregunta: «¿Quién soy yo para
ti?». Es como si dijera: «¿Soy yo todavía el Señor de tu vida, la orientación
de tu corazón, la razón de tu esperanza, tu confianza inquebrantable?». Como
san Pedro, también nosotros renovamos hoy nuestra opción de vida como Jesús nos
hace también hoy a nosotros esta pregunta esencial, la dirige a todos, pero
especialmente a nosotros pastores. Es la pregunta decisiva, ante la que no
valen respuestas circunstanciales porque se trata de la vida: y la pregunta
sobre la vida exige una respuesta de vida. Pues de poco sirve conocer los
artículos de la fe si no se confiesa a Jesús como Señor de la propia vida.
Él nos mira
hoy a los ojos y nos pregunta: «¿Quién soy yo para ti?». Es como si dijera:
«¿Soy yo todavía el Señor de tu vida, la orientación de tu corazón, la razón de
tu esperanza, tu confianza inquebrantable?». Como san Pedro, también nosotros
renovamos hoy nuestra opción de vida como discípulos y apóstoles; pasamos
nuevamente de la primera a la segunda pregunta de Jesús para ser «suyos», no
sólo de palabra, sino con las obras y con nuestra vida.
Preguntémonos
si somos cristianos de salón, de esos que comentan cómo van las cosas en la
Iglesia y en el mundo, o si somos apóstoles en camino, que confiesan a Jesús
con la vida porque lo llevan en el corazón. Quien confiesa a Jesús sabe que no
ha de dar sólo opiniones, sino la vida; sabe que no puede creer con tibieza,
sino que está llamado a «arder» por amor; sabe que en la vida no puede
conformarse con «vivir al día» o acomodarse en el bienestar, sino que tiene que
correr el riesgo de ir mar adentro, renovando cada día el don de sí mismo.
Quien confiesa a Jesús se comporta como Pedro y Pablo: lo sigue hasta el final;
no hasta un cierto punto sino hasta el final, y lo sigue en su camino, no en
nuestros caminos. Su camino es el camino de la vida nueva, de la alegría y de
la resurrección, el camino que pasa también por la cruz y la
persecución.
Y esta es
la segunda palabra, persecución. No fueron sólo Pedro y Pablo los que
derramaron su sangre por Cristo, sino que desde los comienzos toda la comunidad
fue perseguida, como nos lo ha recordado el libro de los Hechos de los
Apóstoles (cf. 12,1). Incluso hoy en día, en varias partes del mundo, a veces
en un clima de silencio —un silencio con frecuencia cómplice—, muchos
cristianos son marginados, calumniados, discriminados, víctimas de una
violencia incluso mortal, a menudo sin que los que podrían hacer que se
respetaran sus sacrosantos derechos hagan nada para impedirlo.
Por otra
parte, me gustaría hacer hincapié especialmente en lo que el Apóstol Pablo
afirma antes de «ser —como escribe— derramado en libación» (2 Tm 4,6). Para él
la vida es Cristo (cf. Flp 1,21), y Cristo crucificado (cf. 1 Co 2,2), que dio
su vida por él (cf. Ga 2,20). De este modo, como fiel discípulo, Pablo siguió
al Maestro ofreciendo también su propia vida. Sin la cruz no hay Cristo, pero
sin la cruz no puede haber tampoco un cristiano. En efecto, «es propio de la
virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también saber soportar los males»
(Agustín, Disc. 46.13), como Jesús. Soportar el mal no es sólo tener paciencia
y continuar con resignación; soportar es imitar a Jesús: es cargar el peso,
cargarlo sobre los hombros por él y por los demás. Es aceptar la cruz,
avanzando con confianza porque no estamos solos: el Señor crucificado y
resucitado está con nosotros. Así, como Pablo, también nosotros podemos decir
que estamos «atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no
desesperados; perseguidos, pero no abandonados» (2 Co 4,8-9).
Soportar es
saber vencer con Jesús, a la manera de Jesús, no a la manera del mundo. Por eso
Pablo —lo hemos oímos— se considera un triunfador que está a punto de recibir
la corona (cf. 2 Tm 4,8) y escribe: «He combatido el noble combate, he acabado
la carrera, he conservado la fe» (v. 7). Su comportamiento en la noble batalla
fue únicamente no vivir para sí mismo, sino para Jesús y para los demás. Vivió
«corriendo», es decir, sin escatimar esfuerzos, más bien consumándose.
Una cosa
dice que conservó: no la salud, sino la fe, es decir la confesión de Cristo.
Por amor a Jesús experimentó las pruebas, las humillaciones y los sufrimientos,
que no se deben nunca buscar, sino aceptarse. Y así, en el misterio del
sufrimiento ofrecido por amor, en este misterio que muchos hermanos
perseguidos, pobres y enfermos encarnan también hoy, brilla el poder salvador
de la cruz de Jesús.
La tercera palabra es oración. La vida del apóstol, que brota de
la confesión y desemboca en el ofrecimiento, transcurre cada día en la oración.
La oración es el agua indispensable que alimenta la esperanza y hace crecer la
confianza. La oración nos hace sentir amados y nos permite amar. Nos hace ir
adelante en los momentos más oscuros, porque enciende la luz de Dios. En la
Iglesia, la oración es la que nos sostiene a todos y nos ayuda a superar las
pruebas. Nos lo recuerda la primera lectura: «Mientras Pedro estaba en la
cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch
12,5).
Una Iglesia
que reza está protegida por el Señor y camina acompañada por él. Orar es
encomendarle el camino, para que nos proteja. La oración es la fuerza que nos
une y nos sostiene, es el remedio contra el aislamiento y la autosuficiencia
que llevan a la muerte espiritual. Porque el Espíritu de vida no sopla si no se
ora y sin oración no se abrirán las cárceles interiores que nos mantienen
prisioneros.
Que los
santos Apóstoles nos obtengan un corazón como el suyo, cansado y pacificado por
la oración: cansado porque pide, toca e intercede, lleno de muchas personas y
situaciones para encomendar; pero al mismo tiempo pacificado, porque el
Espíritu trae consuelo y fortaleza cuando se ora. Qué urgente es que en la
Iglesia haya maestros de oración, pero que sean ante todo hombres y mujeres de
oración, que viven la oración.
El Señor
interviene cuando oramos, él, que es fiel al amor que le hemos confesado y que
nunca nos abandona en las pruebas. Él acompañó el camino de los Apóstoles y os
acompañará también a vosotros, queridos hermanos Cardenales, aquí reunidos
en la caridad de los Apóstoles que confesaron la fe con su sangre. Estará
también cerca de vosotros, queridos hermanos Arzobispos que, recibiendo el
palio, seréis confirmados en vuestro vivir para el rebaño, imitando al Buen
Pastor, que os sostiene llevándoos sobre sus hombros. El mismo Señor, que desea
ardientemente ver a todo su rebaño reunido, bendiga y custodie también a la
Delegación del Patriarcado Ecuménico, y al querido hermano Bartolomé, que la ha
enviado como señal de comunión apostólica.
SAN PEDRO Y SAN PABLO
Oremos:
La Iglesia entera recuerda con admiración, hoy
a dos grandes Apóstoles que respondieron
al Señor con entrega y amor, extendiendo su Palabra por el todo el mundo
e ir bautizando en su Nombre.
A ellos les debemos todos los cristianos de
hoy: pertenecer a la Iglesia de Jesucristo el Señor; Rey del Universo.
Oramos pidiendo que la luz del Espíritu Santo
que los condujo y acompaño en esa Santa Misión reavive nuestros corazones y podamos lograr la unidad de todos los
cristianos.
Mostrar al mundo que somos capaces de responder,
con amor; cumpliendo todo lo que el Señor nos pidió; ser uno, como lo es:
El y el
Padre.
Aunque sea mínima expresión; poder imitar a estos dos grandes hombres
de Dios: Apóstoles de la vida y el amor;ellos con gran entrega cumplieron su consagración de martirio y sacrificio
por Dios Hijo.
Rogamos en este día que la luz del Espíritu Santo;
y la fidelidad de:
San Pedro y San Pablo
acompañen desde el Reino Celestial con
su intercesión; al Santo Padre Francisco como Pastor de la Iglesia y a todo el clero en general;y a cada
uno de nosotros.
Oramos para que todos los cristianos, sepamos responder siempre con fidelidad sincera:
demostrando al mundo el amor incondicional
al Señor y al Reino Celestial.
Amén
Perla
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