María, Madre de la Iglesia y Mediadora de la gracia
Catequesis de Juan Pablo II
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Presencia de María en el origen de la Iglesia
Catequesis de Juan Pablo II (6-IX-95)
1. Después de
haberme dedicado en las anteriores catequesis a profundizar la identidad y la
misión de la Iglesia, siento ahora la necesidad de dirigir la mirada hacia la
santísima Virgen, que vivió perfectamente la santidad y constituye su modelo.
Es lo mismo que
hicieron los padres del concilio Vaticano II: después de haber expuesto la
doctrina sobre la realidad histórico-salvífica del pueblo de Dios, quisieron
completarla con la ilustración del papel de María en la obra de la salvación.
En efecto, el capítulo VIII de la constitución conciliar Lumen gentium tiene
como finalidad no sólo subrayar el valor eclesiológico de la doctrina mariana,
sino también iluminar la contribución que la figura de la santísima Virgen
ofrece a la comprensión del misterio de la Iglesia.
2. Antes de exponer
el itinerario mariano del Concilio, deseo dirigir una mirada contemplativa a
María, tal como, en el origen de la Iglesia, la describen los Hechos de
los Apóstoles. San Lucas, al comienzo de este escrito neotestamentario
que presenta la vida de la primera comunidad cristiana, después de haber
recordado uno por uno los nombres de los Apóstoles (Hch 1,13), afirma: «Todos
ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas
mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1,14).
En este cuadro
destaca la persona de María, la única a quien se recuerda con su propio nombre,
además de los Apóstoles. Ella representa un rostro de la Iglesia diferente y
complementario con respecto al ministerial o jerárquico.
3. En efecto, la
frase de Lucas se refiere a la presencia, en el cenáculo, de algunas mujeres,
manifestando así la importancia de la contribución femenina en la vida de la
Iglesia, ya desde los primeros tiempos. Esta presencia se pone en relación
directa con la perseverancia de la comunidad en la oración y con la concordia.
Estos rasgos expresan perfectamente dos aspectos fundamentales de la
contribución específica de las mujeres a la vida eclesial. Los hombres, más
propensos a la actividad externa, necesitan la ayuda de las mujeres para volver
a las relaciones personales y progresar en la unión de los corazones.
«Bendita tú entre
las mujeres» (Lc 1,42), María cumple de modo eminente esta misión femenina.
¿Quién, mejor que María, impulsa en todos los creyentes la perseverancia en la
oración? ¿Quién promueve, mejor que ella, la concordia y el amor?
Reconociendo la
misión pastoral que Jesús había confiado a los Once, las mujeres del cenáculo,
con María en medio de ellas, se unen a su oración y, al mismo tiempo,
testimonian la presencia en la Iglesia de personas que, aunque no hayan
recibido una misión, son igualmente miembros, con pleno título, de la comunidad
congregada en la fe en Cristo.
4. La presencia de
María en la comunidad, que orando espera la efusión del Espíritu (cf. Hch
1,14), evoca el papel que desempeñó en la encarnación del Hijo de Dios por obra
del Espíritu Santo (cf. Lc 1,35). El papel de la Virgen en esa fase inicial y
el que desempeña ahora, en la manifestación de la Iglesia en Pentecostés, están
íntimamente vinculados.
La presencia de
María en los primeros momentos de vida de la Iglesia contrasta de modo singular
con la participación bastante discreta que tuvo antes, durante la vida pública
de Jesús. Cuando el Hijo comienza su misión, María permanece en Nazaret, aunque
esa separación no excluye algunos contactos significativos, como en Caná, y,
sobre todo, no le impide participar en el sacrificio del Calvario.
Por el contrario,
en la primera comunidad el papel de María cobra notable importancia. Después de
la ascensión, y en espera de Pentecostés, la Madre de Jesús está presente
personalmente en los primeros pasos de la obra comenzada por el Hijo.
5. Los Hechos de
los Apóstoles ponen de relieve que María se encontraba en el cenáculo «con los
hermanos de Jesús» (Hch 1,14), es decir, con sus parientes, como ha
interpretado siempre la tradición eclesial. No se trata de una reunión de
familia, sino del hecho de que, bajo la guía de María, la familia natural de
Jesús pasó a formar parte de la familia espiritual de Cristo: «Quien cumpla la
voluntad de Dios -había dicho Jesús-, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre»
(Mc 3,34).
En esa misma
circunstancia, Lucas define explícitamente a María «la madre de Jesús»
(Hch 1,14), como queriendo sugerir que algo de la presencia de su Hijo elevado
al cielo permanece en la presencia de la madre. Ella recuerda a los discípulos
el rostro de Jesús y es, con su presencia en medio de la comunidad, el signo de
la fidelidad de la Iglesia a Cristo Señor.
El título de Madre, en
este contexto, anuncia la actitud de diligente cercanía con la que la Virgen
seguirá la vida de la Iglesia. María le abrirá su corazón para manifestarle las
maravillas que Dios omnipotente y misericordioso obró en ella.
Ya desde el principio
María desempeña su papel de Madre de la Iglesia: su acción
favorece la comprensión entre los Apóstoles, a quienes Lucas presenta con
un mismo espíritu y muy lejanos de las disputas que a veces habían
surgido entre ellos.
Por último, María
ejerce su maternidad con respecto a la comunidad de creyentes no sólo orando
para obtener a la Iglesia los dones del Espíritu Santo, necesarios para su
formación y su futuro, sino también educando a los discípulos del Señor en la
comunión constante con Dios.
Así, se convierte
en educadora del pueblo cristiano en la oración y en el encuentro con Dios,
elemento central e indispensable para que la obra de los pastores y los fieles
tenga siempre en el Señor su comienzo y su motivación profunda.
6. Estas breves
consideraciones muestran claramente que la relación entre María y la Iglesia
constituye una relación fascinante entre dos madres. Ese hecho nos revela
nítidamente la misión materna de María y compromete a la Iglesia a buscar
siempre su verdadera identidad en la contemplación del rostro de la Theotókos.
[L'Osservatore
Romano, edición semanal en lengua española, del 8-IX-95]
1. DesMaría,
Madre de la Iglesia
Catequesis de Juan
Pablo II (17-IX-97)
1. El concilio
Vaticano II, después de haber proclamado a María «miembro muy eminente»,
«prototipo» y «modelo» de la Iglesia, afirma: «La Iglesia católica, instruida
por el Espíritu Santo, la honra como a madre amantísima con sentimientos de
piedad filial» (Lumen gentium, 53).
A decir verdad, el
texto conciliar no atribuye explícitamente a la Virgen el título de «Madre de
la Iglesia», pero enuncia de modo irrefutable su contenido, retornando una
declaración que hizo, hace más de dos siglos, en el año 1748, el Papa Benedicto
XIV (Bullarium romanum, serie 2, t. 2, n. 61, p. 428).
En dicho documento,
mi venerado predecesor, describiendo los sentimientos filiales de la Iglesia,
que reconoce en María a su madre amantísima, la proclama, de modo indirecto,
Madre de la Iglesia.
2. El uso de dicho
apelativo en el pasado ha sido más bien raro, pero recientemente se ha hecho
más común en las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia y en la piedad del pueblo
cristiano. Los fieles han invocado a María ante todo con los títulos de «Madre
de Dios», «Madre de los fieles» o «Madre nuestra», para subrayar su relación
personal con cada uno de sus hijos.
Posteriormente,
gracias a la mayor atención dedicada al misterio de la Iglesia y a las
relaciones de María con ella, se ha comenzado a invocar más frecuentemente a la
Virgen como «Madre de la Iglesia».
La expresión está
presente, antes del concilio Vaticano II, en el magisterio del Papa León XIII,
donde se afirma que María ha sido «con toda verdad madre de la Iglesia» (Acta
Leonis XIII, 15, 302). Sucesivamente, el apelativo ha sido utilizado
varias veces en las enseñanzas de Juan XXIII y de Pablo VI.
3. El título de
«Madre de la Iglesia», aunque se ha atribuido tarde a María, expresa la
relación materna de la Virgen con la Iglesia, tal como la ilustran ya algunos
textos del Nuevo Testamento.
María, ya desde la
Anunciación, está llamada a dar su consentimiento a la venida del reino
mesiánico, que se cumplirá con la formación de la Iglesia.
María, en Caná, al
solicitar a su Hijo el ejercicio del poder mesiánico, da una contribución
fundamental al arraigo de la fe en la primera comunidad de los discípulos y
coopera a la instauración del reino de Dios, que tiene su «germen» e «inicio»
en la Iglesia (cf. Lumen gentium, 5).
En el Calvario
María, uniéndose al sacrificio de su Hijo, ofrece a la obra de la salvación su
contribución materna, que asume la forma de un parto doloroso, el parto de la
nueva humanidad.
Al dirigirse a
María con las palabras «Mujer, ahí tienes a tu hijo», el Crucificado proclama
su maternidad no sólo con respecto al apóstol Juan, sino también con respecto a
todo discípulo. El mismo Evangelista, afirmando que Jesús debía morir «para
reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52), indica en
el nacimiento de la Iglesia el fruto del sacrificio redentor, al que María está
maternalmente asociada.
El evangelista san
Lucas habla de la presencia de la Madre de Jesús en el seno de la primera comunidad
de Jerusalén (cf. Hch 1,14). Subraya, así, la función materna de María con
respecto a la Iglesia naciente, en analogía con la que tuvo en el nacimiento
del Redentor. Así, la dimensión materna se convierte en elemento fundamental de
la relación de María con respecto al nuevo pueblo de los redimidos.
4. Siguiendo la
sagrada Escritura, la doctrina patrística reconoce la maternidad de María
respecto a la obra de Cristo y, por tanto, de la Iglesia, si bien en términos
no siempre explícitos.
Según san Ireneo,
María se ha convertido en causa de salvación para todo el género humano» (Adv.
haer., III, 22, 4: PG 7, 959), y el seno puro de la Virgen «vuelve a
engendrar a los hombres en Dios» (Adv. haer., IV, 33, 11: PG 7, 1.080).
Le hacen eco san Ambrosio, que afirma: «Una Virgen ha engendrado la salvación
del mundo, una Virgen ha dado la vida a todas las cosas» (Ep. 63, 33: PL
16, 1.198); y otros Padres, que llaman a María «Madre de la salvación»
(Severiano de Gabala, Or. 6 de mundi creatione, 10: PG 54, 4;
Fausto de Riez, Max Bibl. Patrum VI, 620-621).
En el medievo, san
Anselmo se dirige a María con estas palabras: «Tú eres la madre de la
justificación y de los justificados, la madre de la reconciliación y de los
reconciliados, la madre de la salvación y de los salvados» (Or. 52, 8:
PL 158, 957), mientras que otros autores le atribuyen los títulos de «Madre de
la gracia» y «Madre de la vida».
5. El título «Madre
de la Iglesia» refleja, por tanto, la profunda convicción de los fieles
cristianos, que ven en María no sólo a la madre de la persona de Cristo, sino
también de los fieles. Aquella que es reconocida como madre de la salvación, de
la vida y de la gracia, madre de los salvados y madre de los vivientes, con
todo derecho es proclamada Madre de la Iglesia.
El Papa Pablo VI
habría deseado que el mismo concilio Vaticano II proclamase a «María, Madre de
la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como
de los pastores». Lo hizo él mismo en el discurso de clausura de la tercera
sesión conciliar (21 de noviembre de 1964), pidiendo, además, que, «de ahora en
adelante, la Virgen sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con
este gratísimo título» (AAS 56 [1964], 37).
De este modo, mi
venerado predecesor enunciaba explícitamente la doctrina ya contenida en el
capítulo VIII de laLumen gentium, deseando que el título de María,
Madre de la Iglesia, adquiriese un puesto cada vez más importante en la
liturgia y en la piedad del pueblo cristiano.
[L'Osservatore
Romano, edición semanal en lengua española, del 19-IX-97]
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