ACI PRENSA ).- El Papa Francisco presidió este miércoles 17 de enero una Misa en el aeródromo de Maquehue en Temuco. En su homilía alentó a vivir la unidad y a superar todo tipo de violencia.
A
continuación el texto completo de la homilía del Santo Padre:
«Mari,
Mari» (Buenos días)
«Küme
tünngün ta niemün» (La paz esté con ustedes) (Lc 24,36).
Doy
gracias a Dios por permitirme visitar esta linda parte de nuestro continente,
la Araucanía: Tierra bendecida por el Creador con la fertilidad de inmensos
campos verdes, con bosques cuajados de imponentes araucarias —el quinto elogio
realizado por Gabriela Mistral a esta tierra chilena—, sus majestuosos volcanes
nevados, sus lagos y ríos llenos de vida.
Este
paisaje nos eleva a Dios y es fácil ver su mano en cada criatura. Multitud de
generaciones de hombres y mujeres han amado y aman este suelo con celosa
gratitud. Y quiero detenerme y saludar de manera especial a los miembros del
pueblo Mapuche, así como también a los demás pueblos originarios que viven en
estas tierras australes: rapanui (Isla de Pascua), aymara, quechua, atacameños,
y tantos otros.
Esta
tierra, si la miramos con ojos de turista, nos dejará extasiados, y luego
seguiremos nuestro rumbo sin más; y acordándonos de los lindos paisajes, pero
si nos acercamos a su suelo, lo escucharemos cantar y cantar con tristeza:
«Arauco tiene una pena que no la puedo callar, son injusticias de siglos que
todos ven aplicar».
En este contexto de acción de gracias por esta tierra y por su
gente, pero también de pena y dolor, celebramos la Eucaristía. Y lo hacemos en
este aeródromo de Maquehue, en el cual tuvieron lugar graves violaciones de
derechos humanos. Esta celebración la ofrecemos por todos los que sufrieron y
murieron, y por los que cada día llevan sobre sus espaldas el peso de tantas
injusticias.y recordando estas cosas nos quedamos un instante de silencio, ante
tanto dolor y ante tanta injusticia.
La
entrega de Jesús en la cruz carga con todo el pecado y el dolor de nuestros
pueblos, un dolor para ser redimido.
En
el Evangelio que hemos escuchado, Jesús ruega al Padre para que «todos sean
uno» (Jn 17,21). En una hora crucial de su vida se detiene a pedir por la
unidad. Su corazón sabe que una de las peores amenazas que golpea y golpeará a
los suyos y a la humanidad toda será la división y el enfrentamiento, el
avasallamiento de unos sobre otros. ¡Cuántas lágrimas derramadas!
Hoy
nos queremos agarrar a esta oración de Jesús, queremos entrar con Él en este
huerto de dolor, también con nuestros dolores, para pedirle al Padre con Jesús:
que también nosotros seamos uno. No permitas que nos gane el enfrentamiento ni
la división.
Esta
unidad, clamada por Jesús, es un don que hay que pedir con insistencia por el
bien de nuestra tierra y de sus hijos. Y es necesario estar atentos a posibles
tentaciones que pueden aparecer y «contaminar desde la raíz» este don que Dios
nos quiere regalar y con el que nos invita a ser auténticos protagonistas de la
historia. ¿Cuáles son esas tentaciones?
1.
Los falsos sinónimos
Una
de las principales tentaciones a enfrentar es confundir unidad con uniformidad.
Jesús no le pide a su Padre que todos sean iguales, que todos sean idénticos;
ya que la unidad no nace ni nacerá de neutralizar o silenciar las diferencias.
La unidad no es un simulacro ni de integración forzada ni de marginación
armonizada.
La
riqueza de una tierra nace precisamente de que cada parte se anime a compartir
su sabiduría con los demás. No es ni será una uniformidad asfixiante que nace
normalmente del predominio y la fuerza del más fuerte, ni tampoco una
separación que no reconozca la bondad de los demás.
La
unidad pedida y ofrecida por Jesús reconoce lo que cada pueblo, cada cultura
está invitada a aportar en esta bendita tierra. La unidad es una diversidad
reconciliada porque no tolera que en su nombre se legitimen las injusticias
personales o comunitarias. Necesitamos de la riqueza que cada pueblo tenga para
aportar, y dejar de lado la lógica de creer que existen culturas superiores o
culturas inferiores.
Un
bello «chamal» requiere de tejedores que sepan el arte de armonizar los
diferentes materiales y colores; que sepan darle tiempo a cada cosa y a cada
etapa. Se podrá imitar industrialmente, pero todos reconoceremos que es una
prenda sintéticamente compactada. El arte de la unidad necesita y reclama
auténticos artesanos que sepan armonizar las diferencias en los «talleres» de
los poblados, de los caminos, de las plazas y paisajes.
No
es un arte de escritorio la unidad ni tampoco de documentos, es un arte de la
escucha y del reconocimiento. En eso radica su belleza y también su resistencia
al paso del tiempo y de las inclemencias que tendrá que enfrentar.
La
unidad que nuestros pueblos necesitan reclama que nos escuchemos, pero
principalmente que nos reconozcamos, que no significa tan solo «recibir
información sobre los demás, sino de recoger lo que el Espíritu ha sembrado en
ellos como un don también para nosotros».
Esto nos introduce en el
camino de la solidaridad como forma de tejer la unidad, como forma de construir
la historia; esa solidaridad que nos lleva a decir: nos necesitamos desde
nuestras diferencias para que esta tierra siga siendo bella. Es la única arma
que tenemos contra la «deforestación» de la esperanza. Por eso pedimos: Señor,
haznos artesanos de unidad.
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