lunes, 22 de enero de 2018

VIAJE APOSTÓLICO DEL SANTO PADRE EN PERÚ ENCUENTRO CON LOS PUEBLOS ORIGINARIOS DEL AMAZONA

 ENERO DÍA 21
SANTA MISA EN LA BASE AÉREA LAS PALMAS

(ACI).- Ante una multitud de 1,3 millones de fieles que lo esperó desde la noche anterior, el Papa Francisco presidió una Misa en la Base Aérea Las Palmas con quienes meditó sobre la importancia de hacer presente a Jesús en medio del lugar en el que se encuentren.
A continuación, el texto completo de la homilía del Santo Padre:
«Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predícales el mensaje que te digo» (Jn 3,2). Con estas palabras, el Señor se dirigía a Jonás poniéndolo en movimiento hacia esa gran ciudad que estaba a punto de ser destruida por sus muchos males.
También vemos a Jesús en el Evangelio de camino hacia Galilea para predicar su buena noticia (cf. Mc 1,14). Ambas lecturas nos revelan a Dios en movimiento de cara a las ciudades de ayer y de hoy.
El Señor se pone en camino: va a Nínive, a Galilea, a Lima, a Trujillo, a Puerto Maldonado. Aquí viene el Señor. Se pone en movimiento para entrar en nuestra historia personal y concreta.
Lo hemos celebrado hace poco: el Emmanuel, el Dios que quiere estar siempre con nosotros. Sí, aquí en Lima, o donde estés viviendo, en la vida cotidiana del trabajo rutinario, en la educación esperanzadora de los hijos, entre tus anhelos y desvelos; en la intimidad del hogar y en el ruido ensordecedor de nuestras calles.
Es allí, en medio de los caminos polvorientos de la historia, donde el Señor viene a tu encuentro. Algunas veces nos puede pasar lo mismo que a Jonás. Nuestras ciudades, con las situaciones de dolor e injusticia que a diario se repiten, nos pueden generar la tentación de huir, de escondernos, de zafar.
Y razones, ni a Jonás ni a nosotros nos faltan. Mirando la ciudad podríamos comenzar a constatar que existen «ciudadanos que consiguen los medios adecuados para el desarrollo de la vida personal y familiar —y eso nos alegra—, el problema está es que son muchísimos los “no ciudadanos”, “los ciudadanos a media” o los “sobrantes urbanos”»[1] que están al borde de nuestros caminos, que van a vivir a las márgenes de nuestras ciudades sin condiciones necesarias para llevar una vida digna y duele constatar que muchas veces entre estos «sobrantes humanos» se encuentran rostros de tantos niños y adolescentes. Se encuentra el rostro del futuro.
Y al ver estas cosas en nuestras ciudades, en nuestros barrios —que podrían ser un espacio de encuentro y solidaridad y de alegría— se termina provocando lo que podemos llamar el síndrome de Jonás: un espacio de huida y desconfianza (cf. Jon 1,3).
Un espacio para la indiferencia, que nos transforma en anónimos y sordos ante los demás, nos convierte en seres impersonales de corazón cauterizado y, con esta actitud, lastimamos el alma del pueblo. De este pueblo noble. Como nos lo señalaba Benedicto XVI, «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. […] Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana».[2]
Cuando arrestaron a Juan, Jesús se dirigió a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. A diferencia de Jonás, Jesús, frente a un acontecimiento doloroso e injusto como fue el arresto de Juan, entra en la ciudad, entra en Galilea y comienza desde ese pequeño pueblo a sembrar lo que sería el inicio de la mayor esperanza: El Reino de Dios está cerca, Dios está entre nosotros.
Y el Evangelio mismo nos muestra la alegría y el efecto en cadena que esto produce: comenzó con Simón y Andrés, después Santiago y Juan (cf. Mc 1,14-20) y, desde esos días, pasando por Santa Rosa de Lima, Santo Toribio, San Martín de Porres, San Juan Macías, San Francisco Solano, ha llegado hasta nosotros anunciado por esa nube de testigos que han creído en Él. Ha llegado hasta Lima, hasta nosotros para comprometerse nuevamente como un renovado antídoto contra la globalización de la indiferencia.
Porque ante este Amor, no se puede permanecer indiferente. Jesús invitó a sus discípulos a vivir hoy lo que tiene sabor a eternidad: el amor a Dios y al prójimo; y lo hace de la única manera que lo puede hacer, a la manera divina: suscitando la ternura y el amor de misericordia, suscitando la compasión y abriendo sus ojos para que aprendan a mirar la realidad a la manera divina.
Los invita a generar nuevos lazos, nuevas alianzas portadoras de eternidad. Jesús camina la ciudad lo hace con sus discípulos y comienza a ver, a escuchar, a prestar atención a aquellos que habían sucumbido bajo el manto de la indiferencia, lapidados por el grave pecado de la corrupción.
Comienza a develar muchas situaciones que asfixiaban la esperanza de su pueblo suscitando una nueva esperanza. Llama a sus discípulos y los invita a ir con Él, los invita a caminar la ciudad, pero les cambia el ritmo, les enseña a mirar lo que hasta ahora pasaban por alto, les señala nuevas urgencias.
Conviértanse, les dice: el Reino de los Cielos es encontrar en Jesús a Dios que se mezcla vitalmente con su pueblo, se implica e implica a otros a no tener miedo de hacer de esta historia, una historia de salvación (cf. Mc 1,15.21 y ss.).
Jesús sigue caminando por nuestras calles, sigue al igual que ayer golpeando puertas, golpeando corazones para volver a encender la esperanza y los anhelos: que la degradación sea superada por la fraternidad, la injusticia vencida por la solidaridad y la violencia callada con las armas de la paz. Jesús sigue invitando y quiere ungirnos con su Espíritu para que también nosotros salgamos a ungir con esa unción, capaz de sanar la esperanza herida y renovar nuestra mirada.
Jesús sigue caminando y despierta la esperanza que nos libra de conexiones vacías y de análisis impersonales e invita a involucrarnos como fermento allí donde estemos, donde nos toque vivir, en ese rinconcito de todos los días.
El Reino de los cielos está entre ustedes —nos dice— está allí donde nos animemos a tener un poco de ternura y compasión, donde no tengamos miedo a generar espacios para que los ciegos vean, los paralíticos caminen, los leprosos sean purificados y los sordos oigan (cf. Lc 7,22) y así todos aquellos que dábamos por perdidos gocen de la Resurrección. Dios no se cansa ni se cansará de caminar para llegar a sus hijos. A cada uno ¿Cómo encenderemos la esperanza si faltan profetas? ¿Cómo encararemos el futuro si nos falta unidad? ¿Cómo llegará Jesús a tantos rincones, si faltan audaces y valientes testigos?

Hoy el Señor te invita a caminar con Él la ciudad, te invita a caminar con Él tu ciudad. Te invita a que seas su discípulo misionero, y así te vuelvas parte de ese gran susurro que quiere seguir resonando en los distintos rincones de nuestra vida: ¡Alégrate, el Señor está contigo!
Salmo  C 1 V 1-3
¡Feliz el hombre que se complace en la ley del Señor
y la medita día y noche!
El es un árbol
plantado al borde de las aguas,
Que produce fruto a su debido tiempo
y cuyas hojas nunca se marchitan,

Todo lo que haga saldrá bien.
Palabra de Dios

Contemplación:
Estos días en que seguimos los mensajes del Santo Padre Francisco;
En Chile y Perú.
Nos han enriquecido espiritualmente, aumentando la fe y esperanza  motivándonos a la  unidad, trayendo a nosotros la verdad del Evangelio la voz viva de Jesús en su voz, que nos invita a superar a sanar el virus del mal globalizado; salir como misioneros con testimonio cristiano  llevando a todos lados el Evangelio  acompañado de la caridad  el amor y la unidad.
Nos invita enfrentar al mal actuando con las armas del dialogo, la paz
Y la unidad..
Señor Padre eterno, en tu Hijo Jesús y el Espíritu Santo.
Te damos gracias, por el mensaje de unidad y esperanza recibidas
por quien es el sucesor de Pedro nuestro Pastor el Santo Padre Francisco.
Sabemos que sus palabras y esfuerzos físicos, no  serán envano por su amor y entrega  él recibirá siempre la fuerza y luz del Espíritu Santo.
El árbol  de gran fe, esperanza y justicia que ha plantado en américa, con su  presencia y  oración, nos invita a nosotros a seguirlo, con la presencia y  la oración, para que sus deseos den los frutos esperados y los logros  necesarios para  vivirlos como una urgente terapia; de sanación para  esta américa doliente.
Que así sea
Perla
  

Señor, ruego que este humilde trabajo y oración sean de Tu agrado,y
 podamos ver realizados los deseos del Santo Padre Francisco.
Con amor; corazón y alma  pongo mi esfuerzo aportando a la oración ,esta expresión
 simple de diseño; no tengo grandes conocimientos técnicos, pero con el tiempo Dios mediante, mejorare y lo haré bello.
A Ti Señor te doy lo mejor de mi.
Perla



Papa Francisco: así se vive su último día en el Perú [EN VIVO]

ORACIÓN: CON LA NAZARENAS 500 MONJAS ORACIÓN DE LA HORA TERCIARIA       

CATEDRAL DE LIMA: BENDIJO LOS RESTOS DE CINCO SANTOS

REUNIÓN CON OBISPOS.

REZO EL ÁNGELUS EN LA PLAZA DE LAS ARMAS; DISCURSO A LOS JOVENES


 En Las Palmas -
Desde las 4 de la mañana, los fieles católicos ingresaron a la Base Aérea Las Palmas para participar de la misa del papa Francisco. Comenzará a partir de las 4 de la tarde, pero las personas ya se encontraban desde la madrugada en los alrededores para tener una buena ubicación durante el evento.

Los que primero llegaron a la base militar para la misa del papa Francisco fueron los voluntarios, en su mayoría jóvenes. También se hicieron presentes los ambulantes, quienes vendían desde comida hasta bloqueadores. Además se pudo ver a venezolanos ofertando diversos productos.

Estas son las actividades del papa Francisco en su último día en el Perú:
09:15 a.m.: El papa Francisco acudirá al Santuario del Señor de los Milagros, en la iglesia Las Nazarenas.
10:30 a.m.: En la Catedral de Lima, el Papa realizará una oración ante las reliquias de los santos peruanos.
12:00 p.m.: El Santo Padre rezará el Ángelus en la Plaza de Armas de Lima. (luego retornará a la Nunciatura Apostólica)
16:15 p.m.: El papa Francisco acudirá a Las Palmas, donde realizará una multitudinaria misa.
18:30 p.m.: Francisco recibirá una despedida en el aeropuerto internacional Jorge Chávez.





coronación a la virgen inmaculada de la puerta de trujillo







     Santa misa


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Homilía de la santa  Misa del Papa en la playa de Huanchaco en Trujillo
ACI).- El Papa Francisco pronunció una intensa homilía en la Misa en la playa de Huanchaco en la ciudad norteña de Trujillo en Perú, en la que exhortó a afrontar el dolor y la oscuridad con el “aceite” que da luz la vida, que es Jesús.
Quiero dar la bienvenida a todas las comunidades con sus imágenes, bienvenida a la Inmaculada Virgen de la Puerta de Otuzco, a la Santísima Cruz de Chalpón de Chiclayo, al Señor Cautivo de Ayabaca, a la Virgen de las Mercedes de Paita, reliquias de los mártires de Chimbote, Divino Niño del milagro de Eten, la Virgen Dolorosa de Cajamarca, San Jorge de Cajamarca, la Virgen de la Asunción de Cutervo, la Inmaculada Concepción de Chota, Nuestra Señora de la Alta gracia de Huamachuco, San Francisco de Asís de Huamachuco, Santo Toribio de Chamabamba-Huamachuco, la Virgen Asunta de Chachapoyas, San pedro de Chimbote, San Pedro de Huari, la Virgen del Socoro de Huanchaco y al Apóstol Santiago de Chuco.
Antes de comenzar la Eucaristía, pensemos en Jesús. Jesús el justo intercede por nosotros y nos reconcilia con el Padre. Abramos nuestro espíritu al arrepentimiento para acercarnos a la mesa del Señor.
Después de su saludo y luego del Evangelio, el Papa pronunció su homilía. A continuación el texto completo de su prédica:
Estas tierras tienen sabor a Evangelio. Todo el entorno que nos rodea, con este inmenso mar de fondo, nos ayuda a comprender mejor la vivencia que los apóstoles tuvieron con Jesús; y hoy, también nosotros, estamos invitados a vivirla.
Me alegra saber que han venido desde distintos lugares del norte peruano para celebrar esta alegría del Evangelio. Los discípulos de ayer, como tantos de ustedes hoy, se ganaban la vida con la pesca.
Salían en barcas, como algunos de ustedes siguen saliendo en los «caballitos de totora», y tanto ellos como ustedes con el mismo fin: ganarse el pan de cada día. En eso se juegan muchos de nuestros cansancios cotidianos: poder sacar adelante a nuestras familias y darles lo que las ayudará a construir un futuro mejor.
Esta «laguna con peces dorados», como la han querido llamar, ha sido fuente de vida y bendición para muchas generaciones. Supo nutrir los sueños y las esperanzas a lo largo del tiempo.
Ustedes, al igual que los apóstoles, conocen la bravura de la naturaleza y han experimentado sus golpes. Así como ellos enfrentaron la tempestad sobre el mar, a ustedes les tocó enfrentar el duro golpe del «Niño costero», cuyas consecuencias dolorosas todavía están presentes en tantas familias, especialmente aquellas que todavía no pudieron reconstruir sus hogares.
También por esto quise estar y rezar aquí con ustedes. A esta eucaristía traemos también ese momento tan difícil que cuestiona y pone muchas veces en duda nuestra fe. Queremos unirnos a Jesús. Él conoce el dolor y las pruebas; Él atravesó todos los dolores para poder acompañarnos en los nuestros.
Jesús en la cruz quiere estar cerca de cada situación dolorosa para darnos su mano y ayudar a levantarnos. Porque Él entró en nuestra historia, quiso compartir nuestro camino y tocar nuestras heridas. No tenemos un Dios ajeno a lo que sentimos y sufrimos, al contrario, en medio del dolor nos entrega su mano.
Estos sacudones cuestionan y ponen en juego el valor de nuestro espíritu y de nuestras actitudes más elementales. Entonces nos damos cuenta de lo importante que es no estar solos sino unidos, estar llenos de esa unión que es fruto del Espíritu Santo.
¿Qué les pasó a las muchachas del Evangelio que hemos escuchado? De repente, sienten un grito que las despierta y las pone en movimiento. Algunas se dieron cuenta que no tenían el aceite necesario para iluminar el camino en la oscuridad, otras en cambio, llenaron sus lámparas y pudieron encontrar e iluminar el camino que las llevaba hacia el esposo.
En el momento indicado cada una mostró de qué había llenado su vida. Lo mismo nos pasa a nosotros. En determinadas circunstancias nos damos cuenta con qué hemos llenado nuestra vida. ¡Qué importante es llenar nuestras vidas con ese aceite que permite encender nuestras lámparas en las múltiples situaciones de oscuridad y encontrar los caminos para salir adelante!
Sé que, en el momento de oscuridad, cuando sintieron el golpe del Niño, estas tierras supieron ponerse en movimiento y estas tierras tenían el aceite para ir corriendo y ayudarse como verdaderos hermanos. Estaba el aceite de la solidaridad, de la generosidad que los puso en movimiento y fueron al encuentro del Señor con innumerables gestos concretos de ayuda.
En medio de la oscuridad junto a tantos otros fueron cirios vivos que iluminaron el camino con manos abiertas y disponibles para paliar el dolor y compartir lo que tenían desde su pobreza. En la lectura, podemos observar cómo las muchachas que no tenían aceite se fueron al pueblo a comprarlo.
En el momento crucial de su vida, se dieron cuenta de que sus lámparas estaban vacías, de que les faltaba lo esencial para encontrar el camino de la auténtica alegría. Estaban solas y así quedaron solas fuera de la fiesta.
Hay cosas, como bien saben, que no se improvisan y mucho menos se compran. El alma de una comunidad se mide en cómo logra unirse para enfrentar los momentos difíciles, de adversidad, para mantener viva la esperanza. Con esa actitud dan el mayor testimonio evangélico. El Señor nos dice: «En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13,35).
Porque la fe nos abre a tener un amor concreto, no de ideas, concreto, un amor de obras, de manos tendidas, de compasión; que sabe construir y reconstruir la esperanza cuando parece que todo se pierde. Así nos volvemos partícipes de la acción divina, esa que nos describe el apóstol Juan cuando nos muestra a Dios que enjuga las lágrimas de sus hijos. Y esta tarea divina de Dios la hace con la misma ternura que una madre busca secar las lágrimas de sus hijos.
Qué linda pregunta que nos puede hacer el Señor a cada uno de nosotros al final del día: ¿cuántas lágrimas has secado hoy? Otras tormentas pueden estar azotando estas costas y, en la vida de los hijos de estas tierras, tienen efectos devastadores.
Tormentas que también nos cuestionan como comunidad y ponen en juego el valor de nuestro espíritu. Se llaman violencia organizada como el «sicariato» y la inseguridad que esto genera; se llama una falta de oportunidades educativas y laborales, especialmente en los más jóvenes, que les impide construir un futuro con dignidad; o la falta de techo seguro para tantas familias forzadas a vivir en zonas de alta inestabilidad y sin accesos seguros; así como tantas otras situaciones que ustedes conocen y sufren, que como los peores huaicos destruyen la confianza mutua tan necesaria para construir una red de contención y esperanza.
Huaicos que afectan el alma y nos preguntan por el aceite que tenemos para hacerles frente. ¿Cuánto aceite tenés? Muchas veces nos interrogamos sobre cómo enfrentar estas tormentas, o cómo ayudar a nuestros hijos a salir adelante frente a estas situaciones. Quiero decirles: no hay salida, no hay otra salida mejor que la del Evangelio: se llama Jesucristo.
Llenen siempre sus vidas de Evangelio. Quiero estimularlos a que sean comunidad que se dejen ungir por su Señor con el aceite del Espíritu. Él lo transforma todo, lo renueva todo, lo conforta todo. En Jesús, tenemos la fuerza del Espíritu para no naturalizar lo que nos hace daño, no hacerlo una cosa natural, no naturalizar  lo que nos seca el espíritu y lo que es peor, nos roba la esperanza.
Los peruanos en este momento de la historia no tienen derecho a dejarse robar la esperanza.
En Jesús, tenemos el Espíritu que nos mantiene unidos para sostenernos unos a otros y hacerle frente a aquello que quiere llevarse lo mejor de nuestras familias. En Jesús, Dios nos hace comunidad creyente que sabe sostenerse; comunidad que espera y por lo tanto lucha para revertir y transformar las múltiples adversidades; comunidad amante porque no permite que nos crucemos de brazos.
Con Jesús, el alma de este pueblo de Trujillo podrá seguir llamándose «la ciudad de la eterna primavera», porque con Él todo es una oportunidad para la esperanza. Sé del amor que esta tierra tiene a la Virgen, y sé cómo la devoción a María los sostiene siempre llevándolos a Jesucristo y dándonos el único consejo que siempre repite: Hagan lo que Él os diga.
Pidámosle a ella que nos ponga bajo su manto y que nos lleve siempre a su Hijo; pero digámoselo cantando con esa hermosa marinera: «Virgencita de la puerta, échame tu bendición. Virgencita de la puerta, danos paz y mucho amor». ¿Se animan a cantarla? La cantamos juntos. ¿Quién empieza a cantar? Virgencita de la Puerta.. (el coro tampoco). Entonces se lo decimos si no lo cantamos. Virgencita de la Puerta échame tu bendición, Virgencita de la Puerta danos paz y mucho amor. Otra vez.
Discurso del Papa a los sacerdotes y consagrados en el norte del Perú

 El Papa Francisco con los sacerdotes, religiosos y seminaristas en Trujillo. Captura en Youtube
Andrés era uno de los discípulos de Juan el Bautista que había seguido a Jesús ese día. Después de haber estado con Él y haber visto dónde vivía, volvió a casa de su hermano Simón Pedro y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41). Ahí no más fue a contagiar.
Esta es la noticia más grande que podía darle, y lo condujo a Jesús. La fe en Jesús se contagia, y si hay un cura, un obispo, una monja, un seminarista, un consagrado, que no contagia es un aséptico, es de laboratorio: que salga y se ensucie las manos un poquito y ahí va a comenzar a contagiar el amor de Jesús.
La fe en Jesús se contagia, no puede confiarse ni encerrarse; aquí se encuentra la fecundidad del testimonio: los discípulos recién llamados atraen a su vez a otros mediante su testimonio de fe, del mismo modo que en el pasaje evangélico nos llama por medio de otros. La misión brota espontánea del encuentro con Cristo.
Andrés comienza su apostolado por los más cercanos, por su hermano Simón, casi como algo natural, irradiando alegría. Y esta es la mejor señal de que hemos «descubierto» al Mesías. La alegría contagiosa es una constante en el corazón de los apóstoles, y la vemos en la fuerza con que Andrés confía a su hermano: «¡Lo hemos encontrado!».
Pues «la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría».[3] y esta es contagiosa.
Y esta alegría nos abre a los demás, esa alegría no para guardarla sino transmitirla. En el mundo fragmentado que nos toca vivir y que nos empuja a aislarnos, somos desafiados a ser artífices y profetas de comunidad. Ustedes saben  nadie se salva solo. Y en esto me gustaría ser claro.
La fragmentación o el aislamiento no es algo que se da «fuera» como si fuese solamente un problema del «mundo». Hermanos, las divisiones, guerras, aislamientos los vivimos también dentro de nuestras comunidades, dentro de nuestros presbiterios, dentro de nuestras conferencias episcopales ¡y cuánto mal nos hacen!
Jesús nos envía a ser portadores de comunión, de unidad, pero tantas veces parece que lo hacemos desunidos y, lo que es peor, muchas veces poniéndonos zancadillas unos a otros ¿o me equivoco? Agachemos la cabeza y cada vez ponga dentro del propio sayo lo que le toca.
Se nos pide ser artífices de comunión y de unidad; que no es lo mismo que pensar todos igual, hacer todos lo mismo. Significa valorar los aportes, las diferencias, el regalo de los carismas dentro de la Iglesia sabiendo que cada uno, desde su cualidad, aporta lo propio pero necesita de los demás.
Solo el Señor tiene la plenitud de los dones, solo Él es el Mesías. Y quiso repartir sus dones de tal forma que todos podamos dar lo nuestro enriqueciéndonos con los de los demás. Hay que cuidarse de la tentación del «hijo único» que quiere todo para sí, porque no tiene con quién compartir. Malcriado el muchacho.
A aquellos que tengan que ocupar misiones en el servicio de la autoridad les pido, por favor, no se vuelvan autorreferenciales; traten de cuidar a sus hermanos, procuren que estén bien; porque el bien se contagia.
No caigamos en la trampa de una autoridad que se vuelva autoritarismo por olvidarse que, ante todo, es una misión de servicio. Los que tienen esa misión de ser autoridad, piénselo mucho. En los ejércitos hay bastante sargentos no hace falta que se nos metan
Quisiera antes de terminar, ser memorioso, y las raíces. Consideren importante que en nuestras comunidades, nuestros presbiterios, se mantenga viva la memoria y se dé el diálogo entre los más jóvenes y los más ancianos. Los más ancianos son memoriosos y no dan la memoria. Tenemos  que ir a recibirla, no los dejemos solos, ellos quieren hablar, algunos se sienten un poquito abandonados, hagámoslo hablar.
Sobre todo los jóvenes, los que están a cargo de la formación de los jóvenes mándalos a hablar con los curas viejos, con las monjas viejas, con los obispos viejos, dicen que las monjas no envejecen porque son eternas. Mándenlos a hablar. Los ancianos necesitan que les vuelvan a brillar los ojos y que vean que la iglesia en el presbiterio, en la conferencia episcopal, que los oigan a hablar en el cuerpo de la Iglesia.
Hagan soñar a los viejos, la profecía de Joel 3,1. Hagan soñar a los viejos, y si los jóvenes hacen hablar a los viejos, les juro que harán profetizar a los jóvenes.
Yo quisiera citar a un Santo Padre pero no se me ocurre ninguno, pero voy  a citar al Nuncio apostólico. Me decía él hablando de esto, un antiguo refrán africano que aprendió él cuando estaba allí, porque los nuncios apostólicos primero pasan por África y allí aprenden mucho. Decía que los jóvenes caminan rápido pero son los viejos los que conocen el camino. ¿Está bien?
Queridos hermanos, nuevamente gracias y que esta memoria deuteronómica nos haga más alegres y agradecidos para ser servidores de unidad en medio de nuestro pueblo. Déjense mirar por el Señor, vayan a buscar al Señor, la memoria, mírense al espejo de vez en cuando y que el Señor los bendiga y la Virgen los cuide. Y de vez en cuando, como dicen en el campo, échenme un rezo. Gracias.




TEXTO: Discurso del Papa a las autoridades civiles en Perú


El Papa Francisco en el Palacio de Gobierno en Lima. Foto: Álvaro de Juana (ACI Prensa)
ACIPRENSA
El Papa Francisco dirigió un discurso a las autoridades civiles y al cuerpo diplomático en el Perú a quienes alentó a proteger la Amazonía y a trabajar unidos para derrotar el “virus” de la corrupción.
A continuación el texto completo del discurso del Santo Padre:
Señor Presidente,
miembros del Gobierno y del Cuerpo Diplomático,
distinguidas autoridades, 
representantes de la sociedad civil,
señoras y señores, amigos todos:
Al llegar a esta histórica casa doy gracias a Dios por la oportunidad que me concedió de pisar una vez más suelo peruano. Quisiera que mis palabras fueran de saludo y gratitud para cada uno de los hijos e hijas de este pueblo que supo mantener y enriquecer su sabiduría ancestral a lo largo del tiempo y es, sin lugar a dudas, uno de los principales patrimonios que tiene.
Gracias señor Pedro Pablo Kuczynski, Presidente de la Nación, por la invitación a visitar el país y por las palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todo su pueblo. Vengo a Perú bajo el lema «Unidos por la esperanza».
Permítanme decirles que mirar esta tierra es de por sí motivo de esperanza. Parte de vuestro territorio está compuesto por la Amazonia, que he visitado esta mañana y que constituye en su globalidad el mayor bosque tropical y el sistema fluvial más extenso del planeta.
Este «pulmón» como se lo ha querido llamar, es una de las zonas de gran biodiversidad en el mundo pues alberga las más variadas especies. Poseen ustedes una riquísima pluralidad cultural cada vez más interactuante que constituye el alma de este pueblo. 
Alma marcada por valores ancestrales como son la hospitalidad, el aprecio por el otro, el respeto y gratitud con la madre tierra y la creatividad para los nuevos emprendimientos como, asimismo, la responsabilidad comunitaria por el desarrollo de todos que se conjuga en la solidaridad, mostrada tantas veces ante las diversas catástrofes vividas.
En este contexto, quisiera señalar a los jóvenes, que ellos son el presente más vital que posee esta sociedad; con su dinamismo y entusiasmo prometen e invitan a soñar un futuro esperanzador que nace del encuentro entre la cumbre de la sabiduría ancestral y los ojos nuevos que brinda la juventud.
Y me alegro también de un hecho histórico: saber que la esperanza en esta tierra tiene rostro de santidad. Perú engendró santos que han abierto caminos de fe para todo el continente americano; y por nombrar tan solo a uno, Martín de Porres, hijo de dos culturas, mostró la fuerza y la riqueza que nace en las personas cuando se concentran en el amor.
Y podría continuar largamente esta lista material e inmaterial de motivos para la esperanza. Perú es tierra de esperanza que invita y desafía a la unidad de todo su pueblo. Este pueblo tiene la responsabilidad de mantenerse unido precisamente para defender, entre otras cosas, todos estos motivos de esperanza.
Sobre esta esperanza apunta una sombra, se cierne una amenaza. «Nunca la humanidad tuvo tanto poder sobre sí misma y nada garantiza que vaya a utilizarlo bien, sobre todo si se considera el modo como lo está haciendo», decía en la carta Encíclica Laudato Si.[1]
Esto se manifiesta con claridad en la manera en la que estamos despojando a la tierra de los recursos naturales sin los cuales no es posible ninguna forma de vida.
La pérdida de selvas y bosques implica no solo la pérdida de especies, que incluso podrían significar en el futuro recursos sumamente importantes, sino de la pérdida de relaciones vitales que terminan alterando todo el ecosistema.[2] 
En este contexto, «unidos para defender la esperanza» significa impulsar y desarrollar una ecología integral como alternativa a «un modelo de desarrollo ya caduco pero que sigue provocando degradación humana, social y ambiental».[3] Y esto exige escuchar, reconocer y respetar a las personas y a los pueblos locales como interlocutores válidos. 
Ellos mantienen un vínculo directo con la tierra, conocen sus tiempos y procesos y saben, por tanto, los efectos catastróficos que, en nombre del desarrollo, provocan muchos proyectos y se altera todo el entramado vital que constituye la nación. La degradación del medio ambiente, lamentablemente, no se puede separar de la degradación moral de nuestras comunidades.
No podemos pensarlas como dos instancias distintas. A modo de ejemplo, la minería informal se ha vuelto un peligro que destruye la vida de personas; los bosques y ríos son devastados con toda la riqueza que ellos poseen.
Este proceso de degradación conlleva y promueve organizaciones por fuera de las estructuras legales que degradan a tantos hermanos nuestros sometiéndolos a la trata —nueva forma de esclavitud—, al trabajo informal, a la delincuencia… y a otros males que afectan gravemente su dignidad y, a la vez, la dignidad de esta nación.
Trabajar unidos para defender la esperanza exige estar muy atentos a esa otra forma —muchas veces sutil— de degradación ambiental que contamina progresivamente todo el entramado vital: la corrupción. Cuánto mal le hace a nuestros pueblos latinoamericanos y a las democracias de este bendito continente ese «virus» social, un fenómeno que lo infecta todo, siendo los pobres y la madre tierra los más perjudicados.
Lo que se haga para luchar contra este flagelo social merece la mayor de las ponderaciones y ayuda… y esta lucha nos compromete a todos. «Unidos para defender la esperanza», implica mayor cultura de la transparencia entre entidades públicas, sector privado y sociedad civil. Y no excluyo a las organizaciones eclesiásticas.
Nadie puede resultar ajeno a este proceso; la corrupción es evitable y exige el compromiso de todos.
A quienes ocupan algún cargo de responsabilidad, sea en el área que sea, los animo y exhorto a empeñarse en este sentido para brindarle a su pueblo y a su tierra, la seguridad que nace de sentir que Perú es un espacio de esperanza y oportunidad… pero para todos, no para unos pocos; para que todo peruano, toda peruana pueda sentir que este país es suyo, no de otro, en el que puede establecer relaciones de fraternidad y equidad con su prójimo y ayudar al otro cuando lo necesita; una tierra en la que pueda hacer realidad su propio futuro. Y así forjar un Perú que tenga espacio para «todas las sangres»[4], en el que pueda realizarse «la promesa de la vida peruana».[5]
Quiero renovar junto a ustedes el compromiso de la Iglesia Católica, que ha acompañado la vida de esta Nación, en este empeño mancomunado de seguir trabajando para que Perú continúe siendo una tierra de esperanza. Que santa Rosa de Lima interceda por cada uno de ustedes y por esta bendita Nación. Nuevamente gracias.

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   ACIPRENSA

Discurso

Papa Francisco a los pueblos amazónicos en Puerto Maldonado

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El Papa Francisco dirigió un extenso y sentido discurso esta mañana en Puerto Maldonado, en el departamento peruano de Madre de Dios, a los pueblos amazónicos en el que pidió respetar y promover a estos grupos étnicos, ante las diversas amenazas que padece la Amazonía.
A continuación, el texto completo del Santo Padre:
Queridos hermanos y hermanas: Junto a ustedes me brota el canto de San Francisco: «Alabado seas, mi Señor». Sí, alabado seas por la oportunidad que nos regalas con este encuentro. Gracias Mons. David Martínez de Aguirre Guinea, señor Héctor, señora Yésica y señora María Luzmila por sus palabras de bienvenida y sus testimonios.
En ustedes quiero agradecer y saludar a todos los habitantes de Amazonia. Veo que han venido de los diferentes pueblos originarios de la Amazonia: Harakbut, Esse-ejas, Matsiguenkas, Yines, Shipibos, Asháninkas, Yaneshas, Kakintes, Nahuas, Yaminahuas, Juni Kuin, Madijá, Manchineris, Kukamas, Kandozi, Quichuas, Huitotos, Shawis, Achuar, Boras, Awajún, Wampís, entre otros.
También veo que nos acompañan pueblos procedentes del Ande que se han venido a la selva y se han hecho amazónicos. He deseado mucho este encuentro, quise empezar por aquí la visita a Perú. Gracias por vuestra presencia y por ayudarnos a ver más de cerca, en vuestros rostros, el reflejo de esta tierra.
Un rostro plural, de una variedad infinita y de una enorme riqueza biológica, cultural, espiritual. Quienes no habitamos estas tierras necesitamos de vuestra sabiduría y conocimiento para poder adentrarnos, sin destruir, el tesoro que encierra esta región, y se hacen eco las palabras del Señor a Moisés: «Quítate las sandalias, porque el suelo que estás pisando es una tierra santa» (Ex 3,5).
Permítanme una vez más decir: ¡Alabado seas Señor por esta obra maravillosa de tus pueblos amazónicos y por toda la biodiversidad que estas tierras envuelven! Este canto de alabanza se entrecorta cuando escuchamos y vemos las hondas heridas que llevan consigo la Amazonia y sus pueblos. Y he querido venir a visitarlos y escucharlos, para estar juntos en el corazón de la Iglesia, unirnos a sus desafíos y con ustedes reafirmar una opción sincera por la defensa de la vida, defensa de la tierra y defensa de las culturas.
Probablemente los pueblos amazónicos originarios nunca hayan estado tan amenazados en sus territorios como lo están ahora. La Amazonia es tierra disputada desde varios frentes: por una parte, el neo-extractivismo y la fuerte presión por grandes intereses económicos que apuntan su avidez sobre petróleo, gas, madera, oro, monocultivos agroindustriales.
Por otra parte, la amenaza contra sus territorios también viene por la perversión de ciertas políticas que promueven la «conservación» de la naturaleza sin tener en cuenta al ser humano y, en concreto, a ustedes hermanos amazónicos que habitan en ellas.
Sabemos de movimientos que, en nombre de la conservación de la selva, acaparan grandes extensiones de bosques y negocian con ellas generando situaciones de opresión a los pueblos originarios para quienes, de este modo, el territorio y los recursos naturales que hay en ellos se vuelven inaccesibles.
Esta problemática provoca asfixia a sus pueblos y migración de las nuevas generaciones ante la falta de alternativas locales. Hemos de romper con el paradigma histórico que considera la Amazonia como una despensa inagotable de los Estados sin tener en cuenta a sus habitantes.
Considero imprescindible realizar esfuerzos para generar espacios institucionales de respeto, reconocimiento y diálogo con los pueblos nativos; asumiendo y rescatando la cultura, lengua, tradiciones, derechos y espiritualidad que les son propias.
Un diálogo intercultural en el cual ustedes sean los «principales interlocutores, sobre todo a la hora de avanzar en grandes proyectos que afecten a sus espacios».[1] El reconocimiento y el diálogo será el mejor camino para transformar las históricas relaciones marcadas por la exclusión y la discriminación.
Como contraparte, es justo reconocer que existen iniciativas esperanzadoras que surgen de vuestras bases y de vuestras organizaciones, y propician que sean los propios pueblos originarios y comunidades los guardianes de los bosques, y que los recursos que genera la conservación de los mismos revierta en beneficio de sus familias, en la mejora de sus condiciones de vida, en la salud y educación de sus comunidades.
Este «buen hacer» va en sintonía con las prácticas del «buen vivir» que descubrimos en la sabiduría de nuestros pueblos. Y permítanme decirles que si, para algunos, ustedes son considerados un obstáculo o un «estorbo», en verdad, ustedes con sus vidas son un grito a la conciencia de un estilo de vida que no logra dimensionar los costes del mismo.
Ustedes son memoria viva de la misión que Dios nos ha encomendado a todos: cuidar la Casa Común. La defensa de la tierra no tiene otra finalidad que no sea la defensa de la vida. Sabemos del sufrimiento que algunos de ustedes padecen por los derrames de hidrocarburos que amenazan seriamente la vida de sus familias y contaminan su medio natural.
Paralelamente, existe otra devastación de la vida que viene acarreada con esta contaminación ambiental propiciada por la minería ilegal. Me refiero a la trata de personas: la mano de obra esclava o el abuso sexual.
La violencia contra las adolescentes y contra las mujeres es un clamor que llega al cielo. «Siempre me angustió la situación de los que son objeto de las diversas formas de trata de personas. Quisiera que se escuchara el grito de Dios preguntándonos a todos: “¿Dónde está tu hermano?” (Gn 4,9). ¿Dónde está tu hermano esclavo? [...] No nos hagamos los distraídos. Ni miremos para otra parte.  Hay mucha complicidad. ¡La pregunta es para todos!».[2] Cómo no recordar a Santo Toribio cuando constataba con gran pesar en el tercer Concilio Limense, cito: «que no solamente en tiempos pasados se les hayan hecho a estos pobres tantos agravios y fuerzas con tanto exceso, sino también hoy muchos procuran hacer lo mismo…» (Ses. III, c.3), fin de la cita. Por desgracia, después de cinco siglos estas palabras siguen siendo actuales.
Las palabras proféticas de aquellos hombres de fe —como nos lo han recordado Héctor y Yésica—, son el grito de esta gente, que muchas veces está silenciada o se les quita la palabra. Esa profecía debe permanecer en nuestra Iglesia, que nunca dejará de clamar por los descartados y por los que sufren.
De esta preocupación surge la opción primordial por la vida de los más indefensos. Estoy pensando en los pueblos a quienes se refiere como «Pueblos Indígenas en Aislamiento Voluntario» (PIAV).
Sabemos que son los más vulnerables de entre los vulnerables. El rezago de épocas pasadas les obligó a aislarse hasta de sus propias etnias, emprendieron una historia de cautiverio en los lugares más inaccesibles del bosque para poder vivir en libertad. Sigan defendiendo a estos hermanos más vulnerables.
Su presencia nos recuerda que no podemos disponer de los bienes comunes al ritmo de la avidez y del consumo. Es necesario que existan límites que nos ayuden a preservarnos de todo intento de destrucción masiva del hábitat que nos constituye.
El reconocimiento de estos pueblos —que nunca pueden ser considerados una minoría, sino auténticos interlocutores— así como de todos los pueblos originarios nos recuerda que no somos los poseedores absolutos de la creación.
Urge asumir el aporte esencial que le brindan a la sociedad toda, no hacer de sus culturas una idealización de un estado natural ni tampoco una especie de museo de un estilo de vida de antaño. Su cosmovisión, su sabiduría, tienen mucho que enseñarnos a quienes no pertenecemos a su cultura.
Todos los esfuerzos que hagamos por mejorar la vida de los pueblos amazónicos serán siempre pocos.[3] Son preocupantes las noticias que llegan sobre el avance de algunas enfermedades. Asusta el silencio porque mata. Con el silencio no generamos acciones encaminadas a la prevención, sobre todo de adolescentes y jóvenes, ni tratamos a los enfermos, condenándolos a la exclusión más cruel. Pedimos a los Estados que se implementen políticas de salud intercultural que tengan en cuenta la realidad y cosmovisión de los pueblos, promoviendo profesionales de su propia etnia que sepan enfrentar la enfermedad desde su propia cosmovisión.
Y como lo he expresado en Laudato si’, una vez más es necesario alzar la voz a la presión que organismos internacionales hacen sobre ciertos países para que promuevan políticas de reproducción esterilizantes.
Estas se ceban de una manera más incisiva en las poblaciones aborígenes. Sabemos que se sigue promoviendo en ellas la esterilización de las mujeres, en ocasiones con desconocimiento de ellas mismas.
ellos tienen una sabiduría que les pone en contacto con lo trascendente y les hace descubrir lo esencial de la vida. No nos olvidemos que «la desaparición de una cultura puede ser tanto o más grave que la desaparición de una especie animal o vegetal».[4] Y la única manera de que las culturas no se pierdan es que se mantengan en dinamismo, en constante movimiento. ¡Qué importante es lo que nos decían Yésica y Héctor: «queremos que nuestros hijos estudien, pero no queremos que la escuela borre nuestras tradiciones, nuestras lenguas, no queremos olvidarnos de nuestra sabiduría ancestral»! La educación nos ayuda a tender puentes y a generar una cultura del encuentro. La escuela y la educación de los pueblos originarios debe ser una prioridad y compromiso del Estado; compromiso integrador e inculturado que asuma, respete e integre como un bien de toda la nación su sabiduría ancestral, y así nos lo señalaba María Luzmila.
Pido a mis hermanos obispos que, como se viene haciendo incluso en los lugares más alejados de la selva, sigan impulsando espacios de educación intercultural y bilingüe en las escuelas y en los institutos pedagógicos y universidades.[5]
Felicito las iniciativas que desde la Iglesia Amazónica peruana se llevan a cabo para la promoción de los pueblos originarios: escuelas, residencias de estudiantes, centros de investigación y promoción como el Centro Cultural José Pío Aza, el CAAAP, el CETA, novedosos e importantes espacios universitarios interculturales como el NOPOKI, dirigidos expresamente a la formación de los jóvenes de las diversas etnias de nuestra Amazonia.
Felicito también a todos aquellos jóvenes de los pueblos originarios que se esfuerzan por hacer, desde el propio punto de vista, una nueva antropología y trabajan por releer la historia de sus pueblos desde su perspectiva. También felicito a aquellos que, por medio de la pintura, la literatura, la artesanía, la música, muestran al mundo su cosmovisión y su riqueza cultural. Muchos han escrito y hablado sobre ustedes.
Está bien, que ahora sean ustedes mismos quienes se autodefinan y nos muestren su identidad. Necesitamos escucharles. Queridos hermanos de la Amazonia, ¡cuántos misioneros y misioneras se han comprometido con sus pueblos y han defendido sus culturas!
Lo han hecho inspirados en el Evangelio. Cristo también se encarnó en una cultura, la hebrea, y a partir de ella, se nos regaló como novedad a todos los pueblos de manera que cada uno, desde su propia identidad, se sienta autoafirmado en Él. No sucumban a los intentos que hay por desarraigar la fe católica de sus pueblos.[6] Cada cultura y cada cosmovisión que recibe el Evangelio enriquece a la Iglesia con la visión de una nueva faceta del rostro de Cristo.
La Iglesia no es ajena a vuestra problemática y a vuestras vidas, no quiere ser extraña a vuestra forma de vida y organización. Necesitamos que los pueblos originarios moldeen culturalmente las Iglesias locales amazónicas.
Al respecto me dio mucha alegría que uno de los trozos del Laudato si fuera leído por un diácono permanente de vuestra cultura.
Ayuden a sus obispos, misioneros y misioneras, para que se hagan uno con ustedes, y de esta manera dialogando entre todos, puedan plasmar una Iglesia con rostro amazónico y una Iglesia con rostro indígena.
Con este espíritu convoqué el Sínodo para la Amazonia en el año 2019, cuya primera reunión como consejo presinodal será aquí, hoy, esta tarde.
Confío en la capacidad de resiliencia de los pueblos y su capacidad de reacción ante los difíciles momentos que les toca vivir.
Así lo han demostrado en los diferentes embates de la historia, con sus aportes, con su visión diferenciada de las relaciones humanas, con el medio ambiente y con la vivencia de la fe. Rezo por ustedes y por su tierra bendecida por Dios, y les pido, por favor, que no se olviden de rezar por mí. Muchas gracias.
Tinkunakama (Quechua: Hasta un próximo encuentro).

La cultura de nuestros pueblos es un signo de vida. La Amazonia, además de ser una reserva de la biodiversidad, es también una reserva cultural que debe preservarse ante los nuevos colonialismos.

La familia es, lo dijo una de ustedes, y ha sido siempre la institución social que más ha contribuido a mantener nuestras culturas. En momentos de crisis pasadas, ante los diferentes imperialismos, la familia de los pueblos originarios ha sido la mejor defensa de la vida. Se nos pide un especial cuidado para no dejarnos atrapar por colonialismos ideológicos disfrazados de progreso que poco a poco ingresan dilapidando identidades culturales y estableciendo un pensamiento uniforme, único… y débil. Escuchen a los ancianos, por favor,

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