TEXTO Homilía del Papa Francisco:
en la Solemnidad de Santa María Madre de Dios
en la Solemnidad de Santa María Madre de Dios
VATICANO, 01 Ene. 18 / 05:07 am (ACI).- El Papa
Francisco reflexionó sobre el significado y la trascendencia de la Virgen María
como Madre de Dios.
En
la homilía que pronunció durante la Misa de la Solemnidad de Santa María Madre
de Dios, al comienzo de este año 2018, el Santo Padre explicó que “desde que el
Señor se encarnó en María, y por siempre, nuestra humanidad está
indefectiblemente unida a Él. Ya no existe Dios sin el hombre: la carne que
Jesús tomó de su Madre es suya también ahora y lo será para siempre. Decir
Madre de Dios nos recuerda esto: Dios se ha hecho cercano con la humanidad como
un niño a su madre que lo lleva en el seno”.
A
continuación, el texto completo de la homilía del Papa:
El
año se abre en el nombre de la Madre. Madre de Dios es el título más importante
de la Virgen. Pero nos podemos plantear una cuestión: ¿Por qué decimos Madre de
Dios y no Madre de Jesús? Algunos en el pasado pidieron limitarse a esto, pero
la Iglesia afirmó: María es Madre de Dios.
Tenemos
que dar gracias porque estas palabras contienen una verdad espléndida sobre
Dios y sobre nosotros. Y es que, desde que el Señor se encarnó en María, y por
siempre, nuestra humanidad está indefectiblemente unida a él. Ya no existe Dios
sin el hombre: la carne que Jesús tomó de su Madre es suya también ahora y lo
será para siempre. Decir Madre de Dios nos recuerda esto: Dios se ha hecho
cercano con la humanidad como un niño a su madre que lo lleva en el seno.
La
palabra madre (mater) hace referencia también a la palabra materia. En su
Madre, el Dios del cielo, el Dios infinito se ha hecho pequeño, se ha hecho
materia, para estar no solamente con nosotros, sino también para ser como
nosotros. He aquí el milagro, la novedad: el hombre ya no está solo; ya no es
huérfano, sino que es hijo para siempre. El año se abre con esta novedad. Y
nosotros la proclamamos diciendo: ¡Madre de Dios! Es el gozo de saber que
nuestra soledad ha sido derrotada.
Es la belleza de sabernos hijos amados, de conocer que no nos
podrán quitar jamás esta infancia nuestra. Es reconocerse en el Dios frágil y
niño que está en los brazos de su Madre y ver que para el Señor la humanidad es
preciosa y sagrada. Por lo tanto, servir a la vida humana es servir a Dios, y
que toda vida, desde la que está en el seno de la madre hasta que es anciana,
la que sufre y está enferma, también la que es incómoda y hasta repugnante,
debe ser acogida, amada y ayudada.
Dejémonos
ahora guiar por el Evangelio de hoy. Sobre la Madre de Dios se dice una sola
frase: «Custodiaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19).
Custodiaba. Simplemente custodiaba. María no habla: el Evangelio no nos
menciona ni tan siquiera una sola palabra suya en todo el relato de la Navidad.
También en esto la Madre está unida al Hijo: Jesús es infante, es decir «sin
palabra».
Él,
el Verbo, la Palabra de Dios que «muchas veces y en diversos modos en los
tiempos antiguos había hablado» (Hb 1,1), ahora, en la «plenitud de los
tiempos» (Ga 4,4), está mudo. El Dios ante el cual se guarda silencio es un
niño que no habla. Su majestad es sin palabras, su misterio de amor se revela
en la pequeñez. Esta pequeñez silenciosa es el lenguaje de su realeza. La Madre
se asocia al Hijo y custodia en el silencio.
Y
el silencio nos dice que también nosotros, si queremos custodiarnos, tenemos
necesidad de silencio. Tenemos necesidad de permanecer en silencio mirando el
pesebre. Porque delante del pesebre nos descubrimos amados, saboreamos el
sentido genuino de la vida. Y contemplando en silencio, dejamos que Jesús nos
hable al corazón: que su pequeñez desarme nuestra soberbia, que su pobreza
desconcierte nuestra fastuosidad, que su ternura sacuda nuestro corazón insensible.
Reservar
cada día un momento de silencio con Dios es custodiar nuestra alma; es
custodiar nuestra libertad frente a las banalidades corrosivas del consumo y la
ruidosa confusión de la publicidad, frente a la abundancia de palabras vacías y
las olas impetuosas de las murmuraciones y quejas.
El
Evangelio sigue diciendo que María custodiaba todas estas cosas, meditándolas.
¿Cuáles eran estas cosas? Eran gozos y dolores: por una parte, el nacimiento de
Jesús, el amor de José, la visita de los pastores, aquella noche luminosa. Pero
por otra parte: el futuro incierto, la falta de un hogar, «porque para ellos no
había sitio en la posada» (Lc 2,7), la desolación del rechazo, la desilusión de
ver nacer a Jesús en un establo.
Esperanzas
y angustias, luz y tiniebla: todas estas cosas poblaban el corazón de María. Y
ella, ¿qué hizo? Las meditaba, es decir las repasaba con Dios en su corazón. No
se guardó nada para sí misma, no ocultó nada en la soledad ni lo ahogó en la
amargura, sino que todo lo llevó a Dios. Así custodió. Confiando se custodia:
no dejando que la vida caiga presa del miedo, del desconsuelo o de la
superstición, no cerrándose o tratando de olvidar, sino haciendo de toda
ocasión un diálogo con Dios. Y Dios que se preocupa de nosotros, viene a habitar
nuestras vidas.
Este
es el secreto de la Madre de Dios: custodiar en el silencio y llevar a Dios. Y
como concluye el Evangelio, todo esto sucedía en su corazón. El corazón invita
a mirar al centro de la persona, de los afectos, de la vida.
También nosotros, cristianos en camino, al inicio del año
sentimos la necesidad de volver a comenzar desde el centro, de dejar atrás los
fardos del pasado y de empezar de nuevo desde lo que importa.
Aquí
está hoy, frente a nosotros, el punto de partida: la Madre de Dios. Porque
María es exactamente como Dios quiere que seamos nosotros, como quiere que sea
su Iglesia: Madre tierna, humilde, pobre de cosas y rica de amor, libre del
pecado, unida a Jesús, que custodia a Dios en su corazón y al prójimo en su
vida. Para recomenzar, contemplemos a la Madre. En su corazón palpita el
corazón de la Iglesia. La fiesta de hoy nos dice que para ir hacia delante es
necesario volver de nuevo al pesebre, a la Madre que lleva en sus brazos a
Dios.
La
devoción a María no es una cortesía espiritual, es una exigencia de la vida
cristiana. Contemplando a la Madre nos sentimos animados a soltar tantos pesos
inútiles y a encontrar lo que verdaderamente cuenta. El don de la Madre, el don
de toda madre y de toda mujer es muy valioso para la Iglesia, que es madre y
mujer.
Y
mientras el hombre frecuentemente abstrae, afirma e impone ideas; la mujer, la
madre, sabe custodiar, unir en el corazón, vivificar. Para que la fe no se
reduzca sólo a una idea o doctrina, todos necesitamos de un corazón de madre,
que sepa custodiar la ternura de Dios y escuchar los latidos del hombre. Que la
Madre, que es el sello especial de Dios sobre la humanidad, custodie este año y
traiga la paz de su Hijo al corazón de todos los hombres y al mundo entero.
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